En un pueblo de Castilla, de cuyo nombre sí quiero acordarme, pasé los mejores años de mi infancia. Nunca olvidaré aquellas tardes en que iba al frontón a jugar a la pelota o aquellas otras en que me iba con algún amigo al campo, en pleno verano a recoger fruta de su huerta.
Los domingos, después de la misa, era la catequesis para los niños en la misma iglesia. Por la tarde, el párroco nos reunía a los niños para ver una película muda de Charlot y enseñarnos las cosas de Dios. Siempre recordaré los días de Semana Santa, porque, con frecuencia, venían los frailes de barba, los Padres capuchinos, y nos hacían reflexionar seriamente en el más allá
Cuando había procesiones por las calles del pueblo, era hermoso ver, ordenadamente, niños, hombres y mujeres en grandes filas, cantando el Ave María y otras canciones religiosas.
También tengo presente en mi memoria a los momentos en que iba a la escuela, con todos mis amigos. Había días del más crudo invierno, en que apenas íbamos cinco a la clase. Y nos calentábamos en la estufa encendida con leña. Pero, normalmente, la escuela era para nosotros un lugar de aprendizaje para la vida. Siempre recordaré con cariño a aquel gran maestro que, además de enseñarnos las materias del curso escolar, nos hablaba de Dios y de los valores humanos. Nos ponía ejemplos para inculcarnos la justicia, la caridad, la honradez, la sinceridad, la responsabilidad y la pureza de costumbres para llegar a ser hombres de provecho.
Eran muchos los ejemplos. Uno de los que más recuerdo es el de aquel joven que fue a pedir un trabajo y le dijeron que no había. Al salir, encontró un alfiler en el suelo y se lo devolvió al dueño. Y el dueño, admirado por aquel detalle, le dio trabajo, porque necesitaba personas honradas hasta en lo más mínimo.
Desde estas líneas, quiero elevar mi agradecimiento a aquel maestro bueno y religioso, que, con su buen ejemplo, nos enseñó a orar y a ser buenos ciudadanos para el bien de la patria. Cuando, después de muchos años, regresé al pueblo, ya había muerto y pude darme cuenta de que todavía su recuerdo seguía vivo y tenía un nieto sacerdote.
Que Dios lo bendiga y lo tenga en su reino. Él fue un ejemplo nosotros. Él fue un santo varón, que nos enseñaba con el ejemplo no importa saber su nombre. Siempre lo llevo en mi corazón. Le podríamos llamar, simplemente: San Maestro
MI AMIGO AGUSTIN
Aquí yace Agustín Pérez García. Así comenzaba el epitafio de su tumba. Fue una tarde de otoño, en que las hojas de los árboles caían en desbandada y el cielo encapotado de nubes negras hacía ver más tristes las cosas de la vida. Fui al cementerio a visitar a mi amigo y al leer su epitafio y pensar en su vida yo pensé, en el silencio de aquella tarde, en las huellas profundas que había dejado a su paso entre familiares, amigos y conocidos.
Sentado junto a su tumba, vi su vida pasada como en una película. Recordé sus años de niño, cuando los dos íbamos a la escuela por el camino del río, cuando íbamos a cazar mariposas, a descubrir tesoros escondidos, a jugar a la pelota o zambullirnos en el río. ¡Aquellos días de la infancia que parecían de eterna primavera!
Crecimos juntos en aquel lugar de nuestra tierra y soñamos juntos en nuestro porvenir. Yo quería ser militar, como mi padre, y tener un uniforme nuevo para hacerme respetar y admirar por los demás. Él quería ser jinete y cabalgar por las praderas entre las flores y los ríos y las hojas de los árboles. ¡Cuántas veces también solíamos hablar con Dios en la soledad del crepúsculo, acompañados por el agua del río y el susurro de los pinos del monte! Hablábamos con Dios y lo sentíamos tan cerca que le contábamos nuestras penas, lo asociábamos en nuestros juegos y cantábamos con canciones de nuestra tierra.
Así, poco a poco, entre llantos y sonrisas, entre penas y alegrías, fueron perdiéndose en el recuerdo los días de nuestra juventud. Nos hicimos adultos y yo, olvidándome de mis sueños militares, me hice sacerdote para siempre; él, por su parte, encontró a la buena Antonia y se casó con ella. Los dos formaron un hogar humilde. Los dos eran felices, amándose de veras. Trabajaban con entusiasmo desde el amanecer hasta la caída del sol. Su bondad y simpatía eran de todos conocidas. A pesar de su pobreza, siempre había ayuda para los necesitados en su hogar y todos los días rezaban en familia el rosario a María.
Recuerdo aquel año en que el pueblo se cubrió de luto por la crecida del río. Murieron cinco personas y varias casas quedaron destruidas. En aquellos momentos de dolor general, Agustín no descansaba, dejaba sus tierra al cuidado de Dios y acompañado de la buena Antonia, recorría las casas pidiendo ayuda para aquellos hombres sin techo, angustiados y enfermos. Durante tres meses, cobijaron en su casa a cinco personas que con ellos compartieron su pan como en familia.
Algunos días, cansado del trabajo, Agustín se recostaba en su cama y pensaba en sus hermanos y se repetía sin cesar: Agustín, ellos esperan tu entrega, tu servicio y esperan tu amistad, no los abandones. Y así, con nuevas fuerzas, se ponía de rodillas y comenzaba a rezar.
Pronto vinieron los hijos, que fueron recibidos como una bendición de Dios: Patricia, Francisco, Matilde, José y Martincito. Cinco pimpollos, que llenaron de lágrimas y sonrisas aquella casita de Agustín.
Sus hijos fueron creciendo y él seguía trabajando la tierra, cantando a la vida, ayudando a quien podía y confiando siempre en Dios. Pero un buen día su esposa cayó gravemente enferma. Cáncer diagnosticaron los médicos. Sin embargo, él, siempre sereno, le confiaba a Dios sus penas y la animaba a sufrir con paciencia. Él la veía agotarse cada día, él la veía dirigirse lenta e inexorablemente hacia la muerte y él sufría, porque la amaba y no quería quedarse solo, sin su Antonia.
Pero él le ofrecía a Dios su vida y sus sufrimientos y todas las mañanas, después de besarla con cariño y sonreírle, respiraba profundamente, besaba el crucifijo que llevaba en el cuello y cabalgando en su caballo, con la filarmónica entre las manos, se encaminaba lentamente a su trabajo diario.
Al fin, murió la buena Antonia y se quedó triste y solo. Se sentía viejo, pero no se amilanó ante la vida. Con nuevos bríos se dirigió a la ciudad a vivir con Patricia, que estaba casada con un ingeniero y tenía ya tres hijos. Su vida recobró un nuevo aliento al estar entre los suyos. Sus nietos lo querían con locura y él les hablaba de Dios, de las flores, de sus tierras... Los domingos los llevaba de paseo por el campo; y los días ordinarios los llevaba al colegio en la mañana y por la tarde iban a la iglesia a dar gracias a Dios y a comulgar en la misa vespertina.
¡Qué alegría se llevó aquel día en que su nieto Vicente le dijo que quería decir misa como el Padre de la Iglesia! Le entusiasmó la idea, lo animó a realizarla y al poco tiempo ya estaba Vicente en el Seminario. Y así, poco a poco, entre las cosas sencillas de cada día, iba viviendo Agustín lleno de amor a Dios y a los hombres, hasta aquella tarde en que un coche lo mató en la pista.
Cuando me enteré, acudí presuroso a consolar a la familia. Al día siguiente, les celebré la misa y les hablé de Agustín, el hombre santo y bueno, que se santificó amando a Dios y a los hombres en las cosas sencillas de la vida, cumpliendo en todo momento su deber como un verdadero cristiano.
Al llegar a este punto de mis pensamientos, sentado en el cementerio, me levanté, miré por última vez su tumba y le sonreí, recordando nuestros juegos e ilusiones de niños. Los dos habíamos seguido caminos diferentes, pero ambos habíamos dirigido nuestras vidas rumbo a las estrellas del cielo. Él me había ganado la carrera; pero yo, entusiasmado con el ejemplo de su vida, hice el propósito de acelerar la marcha para subir cada día más arriba y estar más cerca de Dios junto a las estrellas de la eternidad. ¡Ojalá que lo consiga! ¡Que Dios bendiga a Agustín por su ejemplo y por su vida!
P. Ángel Peña O. A. R.
Agustino Recoleto