UN SANTO SENCILLO
Había una vez un hombre sencillo. Nació en un pequeño pueblo de España. Y allí mismo entró al convento de nuestra Orden para ser sacerdote. Era inteligente y cumplía sus deberes a cabalidad. Y así, poco a poco, fue creciendo en sabiduría ante Dios y ante los hombres. Al ordenarse de sacerdote, sus superiores lo enviaron a las misiones de China y allí trabajó los primeros veinte años de su vida, con toda la fuerza de su juventud. Hasta que los comunistas lo expulsaron junto a muchos otros misioneros y volvió a la patria. Allí los superiores le encomendaron la tarea de la formación de seminaristas.
Y así pude conocerlo. Era uno de esos hombres que dejan huella, cuyo recuerdo no puede borrarse de la mente de los que lo conocieron. Era un hombre de Dios, un hombre de oración. Y que, a pesar de sus problemas de salud, nunca se quejaba. Yo supongo que hacía tiempo que se había consagrado sin condiciones al Señor y Él le había tomado la palabra. Pero, en su exterior, era un hombre afable, sencillo y siempre sonriente.
Cuando íbamos de paseo, me gustaba estar a su lado para oírle contar sus aventuras misioneras en China, lo cual me animaba enormemente en mis deseos de ser misionero, al igual que a mis compañeros. Era un hombre recto, que no transigía con la mediocridad, era exigente, pero a la vez era un padre que sabía entender. Nos corregía con seriedad, pero era también paciente. Nos inculcaba mucho el espíritu de pobreza y, cuando celebraba misa, se veía que la celebraba con fervor, por amor a Jesús. Siempre nos hablaba de María, a quien tenía mucha devoción.
Cuando, después de muchos años, fui a verlo, estando ya él viejo, lo seguía admirando por su espíritu de oración, de servicio y sacrificio. Le gustaba servir la mesa, limpiar los platos y hacer otros trabajos humildes para ayudar según sus fuerzas a la Comunidad. Creo que era un santo de cuerpo entero, aunque, aparentemente, no tenía dones extraordinarios. Su santidad era la del cumplimiento fiel y alegre de las pequeñas cosas de cada día.
Él fue mi maestro de novicios y, por eso, cuando pienso en los maestros de novicios, me imagino que todos son santos, como él lo fue. En su tumba se podría haber escrito P. Joaquín, un hombre de Dios, un santo sencillo, sin llamar la atención.
Él nos marcó el camino, ojalá sigamos sus huellas. Siempre lo recordaré con cariño.
EL MENDIGO SANTO
Esta historia la cuenta Juan Tauler, famoso místico alemán del siglo XIV. Dice que le pedía constantemente al Señor que le diera un maestro espiritual para llegar a ser santo. Un día, al salir de la iglesia, vio a un mendigo que pedía limosna. Sus pies estaban heridos, llenos de barro y desnudos. Sus vestidos eran viejos y estaban rotos. Daba pena verlo, pues tenía el cuerpo lleno de llagas.
Juan le dio una moneda y le dijo:
- Que Dios te bendiga y te haga feliz.
- Soy muy feliz. Sé que Dios me ama y acepto con alegría todo lo que me sucede como venido de sus manos. Cuando tengo hambre, alabo a Dios; cuando siento frío, alabo a Dios; cuando recibo desprecio, alabo a Dios. Cualquier cosa que reciba de Dios o que él permita que yo reciba de otros, prosperidad o adversidad, dulzura o amargura, alegría o tristeza, la recibo como un regalo. Desde pequeñito sé que Dios me ama. Él es sabio, justo y bueno.
Siempre he sido pobre y desde pequeño padezco una grave enfermedad, que me hace sufrir mucho. Pero me he dicho a mí mismo: Nada ocurre sin la voluntad o permiso de Dios. El Señor sabe mejor que yo lo que me conviene, pues me ama como un padre a su hijo. Así que estoy seguro de que mis sufrimientos son para mi bien. Y me he acostumbrado a no querer, sino a lo que Dios quiere. Siempre estoy contento, porque acepto lo que Dios quiere y no deseo, sino que se haga su santa voluntad. Así que nunca he tenido un día malo en mi vida y tengo todo cuanto puedo desear. Y estoy bien, porque estoy como Dios quiere que esté.
- ¿Y si Dios lo arrojara a lo más profundo del infierno?
- Entonces, me abrazaría a Él y tendría que venir conmigo al infierno. Y preferiría estar en el infierno con Él que en el cielo sin Él
.
- Dígame, ¿Ud. pertenece a alguna gran familia?
- Yo soy Rey
- Yo soy Rey
- ¿Rey? ¿Y dónde está su reino?
- Mi reino está en mi alma, donde vivo con mi padre Dios.
Entonces, Juan, que era aspirante a santo, comprendió que ese mendigo de la puerta de la iglesia, era un gran santo, más rico que los más grandes monarcas y más feliz que todos ellos. Le dio otra moneda, le dio su propio manto y entró de nuevo a la iglesia para agradecer a Dios la gran lección recibida.
Nunca olvidaría que el fundamento de toda santidad es aceptar siempre y en todo la voluntad de Dios. Es decir, hacer feliz en todo a su Padre Dios.