2. Accidente fatal. El campesino pobre. El vendedor de flores

 ACCIDENTE FATAL

Todavía recuerdo a mi amigo Felipe, que nos dejó una tarde calurosa de verano. Nosotros, impotentes, lo veíamos morir cada minuto y sentíamos profunda tristeza ante aquel amigo íntimo, que se iba para siempre.

Todo comenzó aquel domingo en que fue con un amigo a dar un paseo en coche por la orilla del mar. El tiempo era apacible y los dos conversaban alegremente de su trabajo, de su vida y de su familia. Pero, en un momento dado, sin previo aviso, un autobús de pasajeros los chocó por detrás y quedaron atrapados entre hierros retorcidos, casi inconscientes y sufriendo atrozmente. En un instante, su vida había quedado al borde del sepulcro. Estaban sangrando profusamente y todo parecía un triste final.

Gracias a Dios, pudieron ser rescatados y llevados al hospital más cercano, donde su amigo pudo restablecerse en poco tiempo. Pero mi amigo Felipe tuvo que ser operado y le quitaron las dos piernas. Y así comenzó un nuevo calvario en su vida sin poder caminar. Él se desesperaba, gritaba y se rebelaba contra Dios. ¿Por qué,- decía,- tenía que ser yo? ¿Por qué no me he muerto de una vez? ¡Quiero morirme, no puedo soportar más!

Y, sin embargo, lo soportó. En los momentos de calma, cuando los dolores amainaban, comenzó a pensar. Pensó en su nueva situación ante la vida. ¿Qué iba a ser de él? ¿Valía la pena seguir viviendo? ¿Cuál era el sentido de su vida?

A solucionar estas cuestiones le ayudó la religiosa enfermera que lo atendía en el hospital. Y no con palabras, lo hizo con su modo de ser y de atender. Era admirable aquella religiosa. Siempre sonriente, siempre con palabras de aliento y hablándole de Dios. ¿Cómo es posible, se decía, que esta religiosa encerrada de por vida entre enfermos y dolores pueda sonreír y ser feliz? No cabe duda, algo debe haber en ella que la haga tan feliz ¿Será su modo de ser? ¿Será su vida entregada? ¿Será Dios?

Así empezó a pensar y a confiar en Dios, leía libros religiosos y cada día se iba afianzando más en el conocimiento y en el amor de Dios. Él también quería ser feliz como aquella buena religiosa y para ello no necesitaba tener dos piernas, solo hacía falta amar y confiar en Dios. Y ese fue el principio de su conversión y de su entrega a Dios. Le ofreció todos sus dolores y, al sentirse útil, ya no deseó morirse y comenzó a sonreír ¡Qué cambio tan grande se había dado en él! Parecía un santo, sufriendo valientemente el dolor.

Él quería sobrevivir y así lo pedía en oración, pero otros eran los planes de Dios. A los dos meses de estar en el hospital, sintió fuertes dolores. Sólo le quedaban veinte días de vida.

Pero él, al saberlo, no se desesperó. Lloró en silencio junto a Dios y aceptó sus planes con paciencia y serenidad. Cada día que pasaba se sentía más cerca de Dios y, olvidándose de todo, sólo pensaba en amar a Dios.

Al fin llegó aquella tarde calurosa de verano en que partió hacia la eternidad... 
Algunos decían: ¿Por qué lo ha permitido Dios? ¿Por qué tanto sufrimiento? ¿Por qué no murió en el accidente? 
Pero él ya les sonreía desde el cielo y ya volaba bajo las estrellas del firmamento. 

Y yo, pensativo, recordé sus palabras antes de morir: "Cuando muera, no estés triste, voy a vivir feliz eternamente con Dios. Me alegro de haber nacido y de morir confiando en Dios. ¡Dichoso accidente que transformó mi vida! ¿Qué hubiera sido yo sin él? Un hombre cualquiera, uno del montón. Pero ahora tengo fe, amo a Dios y sé que Él me espera más allá de la muerte, lleno de amor. Por eso le he dicho: Señor, aquí estoy, todo lo mío es tuyo, ahora y para siempre”.

Felipe Antonio, descansa en paz. Gracias, por tu valor y por tu ejemplo.


EL CAMPESINO POBRE

Durante mi estancia en la Sierra Perú, tuve la dicha de conocer a un pequeño gran hombre. Un gran hombre de pequeña estatura. Su nombre era Juan o Juanito, como todos le decían, era uno de aquellos hermanos del apostolado, que cumplía fielmente con la “promesa”, es decir, que todos los primeros viernes de mes, cumplía con asistir al pueblo a la misa para comulgar. Él vivía en un caserío alejado de la parroquia, a unas tres horas y media de camino.

Su presencia irradiaba un algo de “divino”, por su constante sonrisa y por sus ojos brillantes de la alegría de Dios. ¡Cuántas veces me acompañó por aquellos caseríos en mis correrías apostólicas!.
 Él era mi segundo ángel guardián para cualquier emergencia que surgiera en el camino. Cuando llegaba a su casa, su esposa se desvivía por atenderme y ponerme la comida apropiada para mí. Lo que más admiraba de él, era su disponibilidad para servirme a mí y a sus hermanos.
 Era el catequista del lugar y se preocupaba de reunir a la gente del caserío para la catequesis del domingo. Para todos, era un buen padre. Para los niños, parecía un abuelito, que a todos quería y acariciaba con cariño.

Cuando iba con él, yo iba en su mula y él a pie. Yo admiraba su resistencia física y su espíritu de sacrificio. Vivía la pobreza sin haber hecho voto y yo aprendía de él a vivirla, mejor que en los libros.

Su historia había sido muy original. Ya adulto, no sabía leer ni escribir, y algunos protestantes lo buscaban para hablarle de los ídolos (léase imágenes religiosas) le decían que se iba a condenar si no dejaba la religión católica y se hacía protestante. 
Él, hombre de oración, no sabía responderles. Como amaba nuestra fe católica, comenzó a aprender a leer y a escribir. Cuando ya supo leer, todas las noches, a la luz de una lámpara Petromax, leía y leía la Biblia para poder contestar a los protestantes. Después de dos años de leer constantemente la Biblia todos los días, empezó a ir a distintos caseríos a hablarles de Dios, como un misionero itinerante.

En varios lugares, cuando él llegaba, se reunían y lo admiraban por sus profundas palabras y su convencimiento personal. Cuando había enfermos, los visitaba y... algunos se sanaban. El Padre Alonso, que lo conocía mejor que yo, le preguntó un día: - “Tú ¿qué haces? Dice la gente que sanas a los enfermos. 
Y el respondió:
- Padrecito, yo he leído que Jesús dice: “Él que cree en Mí, impondrá las manos sobre los enfermos y éstos quedarán sanos”. Yo rezo y ellos se curan.

Maravillosa respuesta de un hombre que creía en la Palabra de Dios.

Pues bien, mi amigo Juanito era un hombre de fe profunda. Un hombre que, cuando venía a la Parroquia, disfrutaba, rezando delante del sagrario con su amigo Jesús. Él vivía con Jesús, él amaba a Jesús, él disfrutaba, acompañando a Jesús y recibiéndolo en la comunión.

Juanito era, en mi opinión, el mejor amigo de Jesús en aquellos lugares, el que con sus ojos brillantes de fe y de amor, hacía el bien a todos los que lo rodeaban, el que oraba por los enfermos y muchos se sanaban, un hombre que nunca olvidaré y que ahora, desde el cielo, está intercediendo por nosotros. Y, al pensar en Juanito, estoy pensando en tantos otros, que fueron un ejemplo para mí y me ayudaron a amar más a Dios con su fe, su sacrificio y su generosidad.

A él le podríamos llamar Juan de Dios, porque, creo, que, realmente, era un hombre todo de Dios.


EL VENDEDOR DE FLORES


Estaba un día sentado junto a un arbolito al borde de un camino. Los pájaros, alegres, revoloteaban a mi alrededor. Las aguas del arroyuelo saltaban juguetonas entre las piedras. El cielo brillaba en el firmamento azul y yo me sentía contento, mirando el bello panorama del atardecer. Y me puse a pensar… Pensaba en la eternidad, en la fugacidad de la vida, y en el más allá.

De pronto, vi venir por el camino a un vendedor de flores. Muchas veces, a lo largo de mi vida misionera, los había visto por las calles de Lima, pero aquella tarde me pareció un poco extraño encontrarme por un camino solitario a uno de ellos. Él se acercó y me dijo:

- ¿Puedo descansar contigo?
- Por supuesto
, le respondí
- ¿Cómo te llamas?, le pregunté
- Antonio
- Y ¿qué haces por aquí a estas horas?
- Estoy recogiendo del campo las flores que mañana iré a vender por las calles de la ciudad
- ¿Y eres feliz con este trabajo?

- Muy feliz. Como ves, tengo bellas flores. Y cada una de ellas tiene la bendición de Dios, pues al recogerlas le pido al buen Dios que bendiga a quienes me las compren. Hay flores para todos. Y todas llevan la sonrisa y el amor de Dios. Cada mañana, cuando me levanto, me digo a mí mismo: Hoy quiero hacer más felices a mis hermanos.
 Quiero repartir, por los caminos de este mundo, flores de alegría, de amor, de pureza, de caridad y de paz. Flores que alegren sus vidas y los hagan un poco más felices. Por eso, le pido a Dios su bendición para que se cumplan mis deseos y todos sean más felices. ¡Es tan fácil hacer felices a los demás! Yo lo hago, repartiendo flores del campo. Tú puedes hacerlo, repartiendo flores espirituales con tus pequeños servicios, con tu sonrisa, con tu alegría, con tu generosidad. Yo reparto flores de amor. ¿Y tú?

- Yo, le dije, también quiero repartir flores espirituales a mis semejantes.

Entonces, pensé que sería un ángel bajado del cielo para darme una lección. Pero no, parecía un ser humano, muy pobre y sencillo, que vivía el amor de Dios sin grandes ideas teológicas. 

Y que, despidiéndose de mí, me regaló unas flores y su mejor sonrisa.
 Y yo pensé: Si hubiera venido un ángel del cielo, no lo habría hecho mejor. 
Y me sentí pequeñito ante aquel humilde trabajador de Lima, que vendía flores y repartía sonrisas, porque amaba mucho a Dios.

P. Ángel Peña O. A. R.
Agustino Recoleto