ORACIONES MISIONERAS
MISIONERO EN LOS ANDESSeñor, soy misionero y me encuentro esta tarde lejos, muy lejos de la civilización. Me encuentro en una de las montañas de los Andes y es hermoso ponerse aquí de rodillas y rezar en silencio, frente al grandioso panorama que se abre ante mí.
La tarde está en declive, comienza el ocaso del sol y veo algunas nubes paseando por aquí. Señor, el paisaje que contemplo es recio y fuerte por la gallardía con que miran las montañas. Me parece escuchar su voz a través del viento, una voz profunda y armoniosa, algo así como los acordes de la quinta sinfonía. Señor, mi caballo relincha de gozo en este instante, parece que él también siente tu presencia en las alturas.
Mi guitarra parece indicarme que la coja en mis brazos y responda con sus notas y mis cantos a ese Dios que yo siento en el aire que respiro, en el paisaje que contemplo, en el alegre relincho de mi caballo y hasta en esas nubes que pasean por el cielo.
Señor, ahora estoy sentado en lo más alto y veo barrancos y ríos y valles. Y con mi guitarra y el eco de los montes te canto, Señor, diciendo: Gracias por la vida. Me siento feliz de haber nacido y mucho más feliz por haberte conocido. Amén.
Después de esta canción, que era oración, me sentí descansado, sereno y feliz. Y de nuevo emprendí el regreso por entre los montes, cantando con mi guitarra y montado en mi caballo. Pronto me alejé de aquel lugar de oración, desde el que sólo se divisaba a lo lejos: un hombre, un caballo, una guitarra. Y yo me sentía contento de ser misionero del Señor.
EN LA SIERRA DEL PERÚ
Señor, en esta mañana lluviosa de setiembre me encuentro en un rincón perdido de los Andes y yo te alabo y te agradezco por el bonito panorama que contemplo ante mi vista. Estoy en un lugar que se llama Panamá. Desde el portal de una humilde chocita campestre estoy viendo llover a raudales. Los pollos y las gallinas se pasean ante mí. Los perros están acurrucados en la cocina. Victoria se afana preparando el desayuno. Julio, el papá de la familia, está preparando el lugar para la misa.
¡Que bueno es mi amigo Julio! Me dice: ¡Que bien viene esta agua para mi tierra! Y yo, contemplando el paisaje y escuchando el murmullo de la lluvia le hablo de Dios y de tantas maravillas que Dios ha creado para alegría de los hombres.
A lo lejos se divisan los montes altivos y orgullosos de los Andes y los campos con su caña de azúcar, el café, los plátanos y los árboles silvestres. El cielo está encapotado; pero, poco a poco, se ve en la lejanía un horizonte cada vez más claro, poniendo la esperanza de un día de sol que ha de venir.
Después del desayuno, he recibido a algunos campesinos que han venido a visitarme y a conversar de las cosas de Dios. Al atardecer, cuando ya el día estaba calmo y sereno, ha venido la gente de los alrededores para la misa, que he celebrado con todo el fervor de que era capaz, ofreciendo mi vida a Jesús por la salvación de mis hermanos. Y ellos, en silencio, me escuchaban hablarles de un Dios amigo, de un Dios cercano, que siempre nos espera en la Eucaristía. También les he hablado del ángel custodio, de ese amigo inseparable que siempre nos acompaña y que nos protege de tantos peligros y asechanzas del maligno. Y, por supuesto, les hablé de nuestra Madre María. Les conté algunos relatos sobre apariciones marianas y me he sentido feliz de verlos tan admirados y silenciosos, escuchando mis palabras.
Después de la misa y de la cena, me he retirado a descansar y, en ese momento de oración, le di gracias a mi Dios por haberme hecho misionero. Gracias, Señor, por la alegría que me das y por haberme hecho sacerdote para llevar tu mensaje de amor a todos mis hermanos.
Mañana tengo que levantarme temprano para ir a otro lugar llamado Choros, junto al río Marañón, y así seguiré predicando tu palabra y tu mensaje por los pueblos del mundo, porque ser misionero es ser misionero del mundo entero. Gracias, Señor, por ser misionero.
SIGUIENDO EL CAMINO
El día comienza. Todavía el ambiente respira la frescura de la noche y me encuentro en Choros, acompañado de dos de mis amigos. Estamos sentados en una pequeña habitación que nos dieron de posada, esperando el desayuno y temiendo la llegada del tremendo calor que hace siempre en esta tierra.
Señor, Choros es el lugar más apartado de mi parroquia, es una llanura entre montañas, a la orilla de un gran río: el Marañón. Es tierra cálida y fértil, donde los arrozales y los cocoteros se extienden a la orilla de este gran río. Solamente una vez al año la he podido visitar y quizás nunca más la vuelva a ver, pero siempre la llevaré en mi corazón y siempre estarán sus hijos en mi oración.
Señor, comprendo que al ser visitados tan pocas veces, su fe esté débil, pero siempre rezaré por ellos. Sí, haré una campaña de oraciones y sacrificios, pediré oración a todos los que pueda en todos los rincones del mundo, porque sé que no los puedo dejar solos. Son como los hijos lejanos que un padre nunca puede olvidar y, aunque no los pueda ver, siempre los lleva en su corazón y en su oración.
Cada día, al celebrar la misa, encomiendo a un ángel que lleve hasta ellos las bendiciones del Señor. No están solos, son mis hijos alejados, lejanos, pero muy queridos.
Señor, haz que en cada uno de ellos brille una luz y surja la esperanza para que, comprendiendo tu presencia entre sus almas, puedan alabarte y darte gracias.
¡Que Dios los bendiga. Nunca los olvidaré a lo largo de mi vida!
Señor, Choros es el lugar más apartado de mi parroquia, es una llanura entre montañas, a la orilla de un gran río: el Marañón. Es tierra cálida y fértil, donde los arrozales y los cocoteros se extienden a la orilla de este gran río. Solamente una vez al año la he podido visitar y quizás nunca más la vuelva a ver, pero siempre la llevaré en mi corazón y siempre estarán sus hijos en mi oración.
Señor, comprendo que al ser visitados tan pocas veces, su fe esté débil, pero siempre rezaré por ellos. Sí, haré una campaña de oraciones y sacrificios, pediré oración a todos los que pueda en todos los rincones del mundo, porque sé que no los puedo dejar solos. Son como los hijos lejanos que un padre nunca puede olvidar y, aunque no los pueda ver, siempre los lleva en su corazón y en su oración.
Cada día, al celebrar la misa, encomiendo a un ángel que lleve hasta ellos las bendiciones del Señor. No están solos, son mis hijos alejados, lejanos, pero muy queridos.
Señor, haz que en cada uno de ellos brille una luz y surja la esperanza para que, comprendiendo tu presencia entre sus almas, puedan alabarte y darte gracias.
¡Que Dios los bendiga. Nunca los olvidaré a lo largo de mi vida!
P. Ángel Peña O. A. R.
Agustino Recoleto
Agustino Recoleto