Hablando con Dios. En un rincón de la tierra.-Hacia la santidad

 HABLANDO CON DIOS

Señor, después de una gira por los rincones más apartados de mi parroquia he vuelto mejorado a mi vida ordinaria. Nunca podré olvidar aquella noche en que, para huir del calor del día, hicimos el recorrido a la luz de la luna. La tranquilidad y el silencio nos rodeaba, solamente interrumpido por algunos animales nocturnos que gritaban desde lejos.

Tuvimos que pasar un río poco profundo, y con peligros que podían acechar, porque en aquellos lugares había pumas, esos tigres americanos que merodean las casas en busca de ovejas que matar. Pero el viaje fue tranquilo y, al amanecer, ¡qué belleza, ver el sol nacer entre los montes! Parecía que un mundo nuevo amanecía y yo sentía a Dios en las flores, en el cielo y en los árboles y hasta en el aire que tenía un olor a tierra mojada. ¡Qué maravillosos paisajes! ¿Por qué hiciste cosas tan bellas, Señor?

Y qué sencillos aquellos hombres que salieron a mi encuentro y que me buscaban para conversar. Les hablé de Dios y me escuchaban atentos y, cuando celebré la misa en aquella casa sin puertas, hasta los pequeños me miraban con ojos abiertos. Yo me sentía contento en medio de ellos y pensaba que estaba celebrando de nuevo el grandioso misterio de la Navidad. Y Dios bajó a nosotros en aquella choza y yo sonreía a aquellas gentes humildes, que me querían de verdad.

Gracias, Señor, por mi vida misionera. Gracias por ser sacerdote. Gracias por esta misa que he podido celebrar. Gracias, por tu presencia en medio de nosotros. Gracias por todo, Señor.


EN UN RINCÓN DE LA TIERRA
Señor, me encuentro en un rincón del mundo, perdido entre las montañas. Esta mañana hemos celebrado la primera comunión de unos niños muy pobres. Algunos estaban descalzos, algunos parecían desnutridos y poco desarrollados para su edad, algunos tenían los ojos tristes, otros en cambio, estaban alegres. Hemos celebrado la misa en la escuelita del caserío, que tendrá unos 50 habitantes permanentes sin contar los que viven en casas aisladas por los alrededores.

Señor, me he sentido contento de ver sonreír a estos niños. Durante la misa les he hablado de María y de que deben amarla y encomendarse a ella. Les he dicho que recen todos los días, al menos, tres Avemarías al levantarse y acostarse, y que se consagren a Ella, que como Madre cariñosa los cuidará y protegerá con su manto. Después de la misa se me ha acercado un niño, Felipe, y me ha dicho que quería que le ponga el manto de la Virgen para que su consagración a Ella sea de verdad para toda la vida. Me ha emocionado su gesto y le he puesto sobre la cabeza mi estola sacerdotal y he rezado por él consagrándolo a María y haciéndole repetir una oración. Y me sonrió con una bella sonrisa. ¡Qué bella es la sonrisa de los niños, Señor!

Creo que María habrá sonreído a Felipe, que, con sus ocho años, ha comprendido mejor que muchos “sabios” de este mundo que, bajo el manto de María, se vive mejor y más feliz que con todo el dinero y con todos los placeres del mundo. Por mi parte, consagré a María a esos niños que habían hecho su primera comunión, en especial, a Felipe para que sea sacerdote y continúe mi tarea.

Señor, gracias por habernos dado a María como Madre nuestra. Gracias por su presencia cariñosa a nuestro lado. 
Gracias, Madre mía, por tu sonrisa y por tu amor.

P. Ángel Peña O. A. R.
Agustino Recoleto