LOS ENFERMOS--Hacia la santidad

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También los enfermos han sido siempre una de mis preocupaciones sacerdotales. A lo largo de mi vida he celebrado muchas misas “de sanación” por los enfermos, casi siempre en grupos carismáticos. En una ocasión, oramos por un chofer que tenía cáncer y, mientras todos rezábamos, empezó a sentir un fuerte calor por todo el cuerpo. Después, el médico certificó su curación. Y lo vi trabajar por muchos meses después hasta que lo perdí de vista. ¡Son las maravillas de Dios!

Cuando era capellán del hospital materno infantil “Santa Rosa” en Lima, todos los días visitaba a los niños y a las señoras después de celebrar la misa en la capilla de las religiosas que atendían el hospital. Pero, otras muchas veces, he acudido hospitales o a las casas, cuando nos llaman de urgencia para dar la unción a los enfermos. Siempre la presencia del sacerdote da paz, porque no va como un simple amigo a conversar o contar chistes, sino a orar y consolar.

Actualmente, en todas nuestras parroquias tenemos postas médicas para la atención a los enfermos, donde les damos medicinas gratis o a muy bajo costo. Y llevamos la comunión a los enfermos los primeros viernes de mes.

En la Sierra de los Andes, con unas distancias tan grandes, parecía que estaban esperando al sacerdote, pues algunos, una vez que recibían el sacramento de la unción de los enfermos, morían ese mismo día o al día siguiente. Como si Dios les hubiera dado esa gracia especial, de morir bien preparados.

Todos ellos me enseñaron con su pobreza y su espíritu de sacrificio a amar más a Dios. Allí he visto muchos niños desnutridos y enfermos, que podrían haberse curado fácilmente en la ciudad, pero por falta de dinero, sus padres no podían llevarlos al hospital y se morían. Recuerdo a un joven enfermo, que no podían llevarlo al hospital y estaba resignado a morir. Murió después de tres meses de haberlo conocido y me dio pena al pensar en tanta gente que se moría por no tener las medicinas o no poder llevarlos al hospital.

En mi Parroquia de Pimpicos había una familia pobre, la más pobre del pueblo. La mamá estaba enferma y no podía caminar. Varias veces, la visitaba para consolarla y me lo agradecía mucho. Yo les ayudaba con lo poco que tenía, pero su fe, a pesar de su pobreza, me conmovía y hacía madurar mi propia fe.

De todos modos, yo mismo soy un enfermo entre los enfermos. De joven era el seminarista más enfermo del seminario, y de adulto sigo en el mismo camino, pero he comprendido que el dolor y la enfermedad, en vez de alejarnos de Dios puede acercarnos más a Él, y que, en vez de ser un castigo, muchas veces es más bien, un regalo de Dios.




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