Vida misionera-Hacia la santidad

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Dellibro Hacia la Santidad-
P. Angel Peña OAR

A lo largo de mi vida misionera en el Perú, he podido acumular mucha experiencia en relación con las almas. He podido sentir el hambre y la sed de Dios en mucha gente humilde y pobre, para quienes el sacerdote es verdaderamente un enviado de Dios. Y he visto sus rostros curtidos por el sol y el aire de los Andes y los he visto sufrir y morir, pero también los he visto rezar con fe y confiar en Dios como no lo he visto tan palpablemente en otros lugares donde he podido vivir.

Su vida de trabajo y sacrificio han sido para mí una escuela mejor que todas las escuelas de teología del mundo para vivir mi voto de pobreza. De ellos he aprendido mucho, quizás más de lo que yo les he enseñado. Aquellos campesinos pobres, catequistas, hermanos del apostolado... me daban lecciones de teología sin palabras bonitas, sino con su propia vida de fe, fuerte y robusta.

Por supuesto que estoy pensando en los mejores, porque también el misionero debe sufrir al ver la indiferencia de otras ovejas. Algunos lo rechazan, porque les invita a dejar sus vicios; otros lo rehúyen por temor, debido a su ignorancia y pobreza; otros quizás no tienen ningún interés en las cosas de Dios y quieren vivir su vida “a su manera”.

Pero el sacerdote se siente Padre de todos y por todos debe orar y encomendarlos en la misa diaria. Tampoco faltan, lobos rapaces que se llevan sus ovejas a otro redil y los convierten a otras sectas, porque están abandonadas como ovejas sin pastor. Es triste, pero real, que la falta de sacerdotes en aquellos lugares alejados de la civilización les hace fácilmente presas de las sectas o de los vicios.

Durante mi estancia en los Andes peruanos, tenía mi residencia en un pueblecito llamado Pimpincos, a 2.400 metros sobre el nivel del mar. A muchos lugares y caseríos, sólo podía ir una sola vez al año, normalmente para las fiestas del lugar, aunque procuraba ir en otros momentos en que estuvieran más tranquilos y menos preocupados por la fiesta. En algunos lugares, cuando llegaba, hacía varios años que no los visitaba ningún sacerdote. Eran caseríos pequeños y no tenían ni siquiera capilla para ir a rezar.

Yo pensaba:
“Hay tanto que hacer, tanta gente hambrienta de Dios y yo soy un pobre hombre con mi tiempo tan limitado, con distancias tan largas, con caminos llenos de barro...”
Y le decía: “Señor, te encomiendo a mis ovejas, cuídalas tú, porque yo no puedo llegar a todas”.

Por eso, pienso en la gran importancia de la oración de las misioneras contemplativas. Ellas sí pueden llegar hasta los más recónditos lugares con su oración y sacrificio. Hay que orar mucho. El mundo necesita de Dios y nosotros no podemos dejar abandonados, sin sacerdotes y sin fe, a tantos hermanos que nos necesitan.