LA MISA-Hacia la santidad

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P.Angel Peña
del libro "Hacia la santidad"

Las mejores y más hermosas experiencias de mi vida sacerdotal han sido las misas. Muchas veces, la celebración de la misa ha sido para mí un verdadero gozo. He celebrado misa en catedrales y hermosas iglesias, pero las que recuerdo con más cariño son las que celebraba en aquellas capillitas o chozas de barro con techo de paja, rodeado de niños.

Cuando las celebraba por la noche a la luz de las lámparas Petromax, tenían un sabor especial y un misticismo extraordinario ante la atención de los presentes y el poder de Dios, que se hacía presente. No faltaban días en que llovía y el ruido de la lluvia y el frío molestaba un poco, pero todo se podía superar por la alegría de estar reunidos después de tanto tiempo.

¡Cuántas veces, al celebrar la misa, invitaba a los ángeles de los presentes y a todos los ángeles del Universo a unirse a nuestra celebración! ¡Es hermoso celebrar la misa rodeado de ángeles, aunque sean invisibles!

Los primeros viernes eran días de fiesta parroquial. De todos los rincones de la parroquia, a veces, desde distancias a cuatro o cinco horas de camino, venían unos trescientos campesinos para cumplir la promesa, es decir, a cumplir con la misa y comunión de los primeros viernes.

A estos hermanos, se les llamaba los hermanos del apostolado. Eran los más fervorosos y daban ejemplo de vida cristiana. Llegaban el primer viernes al pueblo hacia el mediodía y se confesaban durante toda la tarde. A las 7 p.m. tenía lugar la misa, bien cantada por ellos, y todos nos sentíamos verdaderamente alegres.
Después de la misa, todos a cenar, donde podía cada uno, en las casas de amigos del pueblo. Y después de cenar, un buen grupo iba a dormir a la parroquia, sobre tablones de madera; los demás se buscaban un lugar en las casas del pueblo. Pero, antes de dormir, tenía lugar la tertulia, conversación con el sacerdote para contarle las últimas novedades de los distintos lugares.

Al día siguiente, de nuevo a la misa muy temprano y, después, corriendo a sus casas para comenzar a trabajar. Era admirable verlos con qué devoción comulgaban, algunos descalzos, otros con sus pobres sandalias, muchas mujeres con sus hijos a cuestas... Pero todos con alegría y fe.

¡Cuántas gracias le he dado a Dios en mi vida por haberme hecho misionero! ¡Valió la pena haber nacido y dedicarme a llevar a Dios a mis hermanos!

Pero no todos los años vividos en el Perú he estado en la Sierra, en las montañas de los Andes. La mayor parte del tiempo lo he pasado en las grandes ciudades de Lima y Arequipa. También aquí he celebrado muchas misas con inmensa alegría.

Quizás las misas más íntimas han sido las que he celebrado yo solo en la intimidad con Jesús. A veces, la debilidad me quitaba la concentración y celebraba con esfuerzo.

Otras veces, sentía al Señor de modo especial, como aquella noche de Navidad de 1998 en que estaba muy enfermo; había salido hacía dos días del hospital y mientras mis hermanos de Comunidad, celebraban la misa de Nochebuena en dos lugares distintos, yo celebraba solo en la capilla de la Comunidad. Me sentía tan débil y pequeñito que le ofrecí al Señor mi debilidad ¿qué más le podía ofrecer, además de mis pecados? Creo que en cuestión de eficacia espiritual fue de las mejores de mi vida.

Por supuesto que he gozado mucho en misas de ciertos días de fiesta, sobre todo, el día de Jueves Santo y en las fiestas de Jesús y de María, que he procurado siempre celebrar con especial interés, rodeado de ángeles y santos, y orando por todo el mundo, incluidas las almas del purgatorio.

Solamente en los primeros tiempos de mi vida sacerdotal, llegué a celebrar casi por compromiso y sin fe ni devoción, porque estaba perdiendo la fe por mi falta de oración personal.
Felizmente, eso pasó y ahora siento la grandeza de la vocación sacerdotal y no olvido que la misa es lo más grande que se celebra cada día en la tierra y trato de celebrarla, como si fuera mi única misa o mi última misa.

La misa es el centro de mi vida de cada día y cada día me preparo unos minutos antes de celebrar; voy con tiempo a la sacristía, y, después de la misa, me recojo unos momentos para poder decirle de todo corazón: Gracias, Señor, por ser sacerdote y por esta misa que acabo de celebrar.