Después de la santa misa, mis mayores alegrías las he recibido al administrar el sacramento de la confesión, sobre todo, al confesar a personas después de cuarenta o cincuenta años que no se confesaban. Muchas de estas confesiones han sido para mí de una experiencia inolvidable. Se siente una inmensa alegría al oír: Parece que se me ha quitado un gran peso de encima, he rejuvenecido veinte años, gracias, Padre. Por eso, algunas veces, he pensado: Hubiera valido la pena haber nacido, haber confesado a esta persona y, después, haber muerto. Habría valido la pena ser sacerdote sólo para esto.
Y ¡qué alegría ver sonreír con sinceridad y desde el fondo del alma a aquellos hombres después de años de tristeza y de estar cargando un fardo tan pesado!
En ocasiones, eran mujeres que habían abortado varias veces y durante años no habían podido vivir tranquilas; otras veces, eran hombres que habían vivido en el ateísmo muchos años o volvían a la Iglesia católica después de haber deambulado por varias sectas, buscando la verdad.
O simplemente, lo que era más frecuente, personas que habían vivido durante años sin poder comulgar, porque eran convivientes o casadas solamente por lo civil. ¡Qué felicidad para ellas regularizar su situación y casarse por la Iglesia y poder comulgar!
Recuerdo el caso de aquel viejecito que, al ir a darle la unción de los enfermos, después de confesarse, con la alegría del perdón recién estrenado, me decía entre lágrimas: Padre, la ignorancia, la ignorancia me hizo cometer tantos pecados. Así explicaba él, el porqué de los pecados de su juventud. Nadie le había orientado y había ido por el camino fácil del vicio y de la mala vida.
Tampoco olvidaré el caso de algunos alcohólicos, hombres o mujeres que se confesaban y entraban en grupos de alcohólicos anónimos, y cambiaban de vida. En concreto, recuerdo aquel esposo que le pegaba a su esposa y ella vino a hablar conmigo, porque quería divorciarse. Pude hablar con los dos y fueron a un Encuentro matrimonial y después se casaron por la Iglesia y él entró en el grupo parroquial de alcohólicos anónimos y su vida cambió hasta el punto de ser actualmente uno de los mejores dirigentes de la parroquia. Pero tampoco puedo olvidar algunos casos, en que algunos drogadictos o personas muy deprimidas llegaron al suicidio. Sólo me quedó rezar por ellas y confiar en la misericordia de Dios.
Hay personas que dicen que para qué me voy a confesar con un hombre que es más pecador que yo. Felizmente, es Jesús quien perdona y no el sacerdote, el sacerdote es solamente un instrumento del perdón de Dios. Si él es pecador, Dios lo juzgará. Pero a través de la confesión, Dios puede derramar en nuestras vidas abundantes bendiciones que, de otro modo, no podremos recibir.
Por eso, yo siempre recomiendo la confesión, al menos, mensual, y procuro tener tiempo para confesar y ayudar en dirección espiritual a quienes me lo solicitan.