CORRERÍAS APOSTÓLICAS-Hacia la santidad

Parte segunda
Del libro "Hacia la santidad"
P. Angel Peña


En mula o a caballo, raras veces a pie, con sombrero de paja o sin él y siempre vestido con mi hábito negro de agustino recoleto. En mi equipaje no podía faltar el poncho de aguas para la lluvia ni la alforja de cuero en la que llevaba lo necesario para la misa.

Subiendo o bajando los enormes cerros de los Andes. Con frío o con calor; a veces, sudando la gota gorda, o con lluvia por caminos llenos de barro.
Siempre acompañado de un catequista que me guiaba y me ayudaba en cualquier dificultad.
Casi siempre silbando o cantando, cuando el clima era bueno, para manifestar mi alegría interior al Dios del Universo que ha creado tantas maravillas de la naturaleza.

Cuando llegaba a un caserío, salían muchos a recibirnos con alegría, a no ser que fuera un caserío distante, donde se iba después de varios años. Normalmente, en casi todos los lugares, la llegada del sacerdote era un día de fiesta. Por la noche nos reuníamos para la misa y allí, niños y viejos, hombres y mujeres (y hasta perros y gatos) todos unidos cantábamos alabanzas al Señor.

Yo los encomendaba y pedía por ellos por intercesión de María, la buena Madre, a quien siempre hacía referencia. Y, por supuesto, en compañía de los ángeles, que siempre están por todas partes.

¡Qué gozo siente el misionero al ver la alegría y la sonrisa en aquellos rostros de gente humilde, que lo aprecian y lo escuchan con atención!

Al día siguiente, era el día de los bautismos, matrimonios, confesiones, visita a los enfermos y otras diligencias antes de emprender el camino hacia otro lugar, pues no había tiempo para descansar, ya que otros estaban esperando y ya estaban avisados de mi llegada. Y así una semana, o quince días, o un mes.

Por fin, llegaba a mi parroquia de nuevo y descansaba y me aseaba y podía comer un poco mejor. Y, de nuevo, después de un mes, planear otra nueva gira, porque lo pedían y había muchas personas sedientas de la Palabra de Dios. Pero, primero, había que tomar fuerzas físicas y espirituales para poder comenzar de nuevo, pues en las correrías apostólicas no me dejaban ni a sol ni a sombra y uno no tenía tiempo ni para rezar.

¡Qué hermosos son sobre los montes, los pies del mensajero, que anuncia la paz, que trae las buenas nuevas y anuncia la salvación!” (Is 52,7).

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