Hacia la santidad- Primera parte



Por: P. ángel Peña O.A.R.

Introducción
Los santos son los frutos más hermosos de la humanidad, son la riqueza de la Iglesia. Son los que más han contribuido a la felicidad de la humanidad, porque la verdadera felicidad sólo se encuentra en Dios, y ellos han contribuido con su vida y su ejemplo a hacer un mundo mejor, más humano y más feliz.

Los santos son nuestros hermanos, no son seres de otras galaxias. Nacen y viven y mueren como nosotros, pero con la diferencia de que ellos viven inmersos en Dios. Por eso, su vida es una obra maestra de la gracia divina. Ellos son los hombres de Dios por excelencia, los amigos de Dios, sus hijos predilectos.

Pues bien, Dios quiere que seamos santos, porque quiere que seamos felices, y las personas más felices son, precisamente, los santos. Y tú ¿quieres ser feliz? ¿Y no quieres ser santo? ¿No te parece una contradicción? ¿O quieres ser feliz solamente con placeres y comodidades de este mundo, que pasa como nube mañanera? ¿No quieres ser feliz para siempre?

Recuerda que los santos son los que más aman. La santidad es amor. ¿Estás dispuesto a amar a Dios y a los demás sin condiciones, con una entrega total? Si es así, este libro es para ti. Te felicito por tus deseos de santidad. Vale la pena intentarlo. Cuento contigo.

Primera Parte: La Santidad

LA SANTIDAD

En esta primera parte, vamos a tratar de la santidad y de cómo todos nosotros podemos y debemos ser santos. Porque la santidad no es un privilegio de unos pocos, sino un deber de todos. Y, si Dios quiere que seas santo, ¿por qué tú no lo vas a querer? ¿Crees que es muy difícil? Para ti solo es imposible, pero no olvides lo que dice Jesús: “Sin Mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5), pero “todo es posible al que cree” (Mc 9,23). Por eso, San Pablo afirma: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Fil 4,13).

Resultado de imagen para DIOS TE QUIERE SANTO

DIOS TE QUIERE SANTO

Dios, tu Padre, que te ha creado, quiere lo mejor para ti Y, por eso, quiere que seas santo. La voluntad de Dios es tu santificación (1 Tes 4,3).
Dios te eligió desde antes de la formación del mundo para que seas santo e inmaculado ante Él por el amor (Ef 1,4).
Por eso, en la Biblia, que es una carta de amor de Dios, se insiste mucho: “Sed santos, porque yo vuestro Dios soy santo” (Lev 19,2; 20,26).
Y Jesús nos dice: “Sed santos como vuestro Padre celestial es santo” (Mt 5,48). Así que tú y yo, y todos "los santificados en Cristo Jesús, estamos llamados a ser santos" (l Co 1,2).

El mismo Catecismo de la Iglesia Cató1ica nos habla en este sentido: "Todos los fieles son llamados a la plenitud de la vida cristiana" (Cat 2028). "Todos los cristianos, de cualquier estado o condición están llamados cada uno por su propio camino, a la perfección de la santidad" (Cat 825).

En el concilio Vaticano II, en la Constitución "Lumen gentium", todo el capítulo V está dedicado a la vocación universal a la santidad. Y dice en concreto: “Quedan invitados, y aun obligados, todos los fieles cristianos a buscar insistentemente la santidad y la perfección dentro del propio estado” (Lumen gentium n° 42).

Así que está claro que puedes ser santo. Dios lo quiere ¿y tú? No digas que no tienes las cualidades necesarias. No digas que Dios no te ha llamado. No has venido al mundo por casualidad. No eres un cualquiera para Dios, no eres uno más entre los millones de hombres que han existido, existen o existirán. Él te ama con un amor personal. Él te conoce por tu nombre y apellidos. Él quiere siempre lo mejor para ti y sigue soñando maravillas en tu vida.

 ¿Lo vas a defraudar en sus planes divinos? ¿Crees que no vales nada? ¿Crees que todos los demás valen más que tú? Tú tienes que cumplir tu misión y ser santo, cumpliendo tu misión con las cualidades que Dios te ha dado.
No envidies a nadie. No sueñes con otras misiones, no te sientas triste por no tener lo que tú quisieras “humanamente hablando”.

Dios te ama así como eres. No te compares con los demás para devaluarte o para creerte superior. Levántate de tus cenizas y de tus pecados. Levanta la cabeza y mira hacia el cielo. Allí te espera tu Padre Dios y cuenta contigo para salvar al mundo.

  • Sé humilde y servicial con todos. 
  • Sé amable, procura hacer felices a cuantos te rodean.
  •  Sé instrumento del amor de Dios para los demás. Que el amor sea la norma suprema de tu vida y que, por amor, des tu vida entera a1 servicio de los demás. 
  • Y tu Padre Dios se sentirá orgulloso de ti y te sonreirá en tu corazón y sentirás su paz y felicidad dentro de ti. 
  • No temas. Jesús te espera en la Eucaristía para ayudarte y nunca te abandonará. María es tu Madre y vela por ti. Los santos son tus hermanos. Y un ángel bueno te acompaña.



DESEO DE SANTIDAD

El primer paso para ser santo es querer ser santo. Si no quieres serlo, porque crees que es imposible para ti o simplemente no quieres, porque crees que hay que sufrir demasiado y prefieres tu vida tranquila y sin complicaciones... Entonces, estás perdido y nunca llegarás a la santidad.

Santa Teresa de Jesús nos habla de que hay que tener una "determinada determinación", una decisión seria de querer ser santos. Evidentemente, las personas que tienen una voluntad muy débil y que se quedan en bonitos deseos, pero no ponen de su parte y no se esfuerzan, nunca podrán llegar a ser santos, mientras no adquieran esa fuerza de voluntad que es necesaria para hacer grandes cosas.

Recuerdo que un día estaba paseando con otro sacerdote y se nos acercó un buen hombre que le dijo a mi compañero: “Padre, Ud. es un santo”. Y él le dijo: “No soy santo, pero quiero ser santo". Una buena respuesta, reconocer que somos pecadores y nos falta mucho, pero decir claramente y sin vergüenza: “Quiero ser santo”. Personalmente, cuando me dicen algo así, les digo: “Solamente soy un aspirante a la santidad”, ¿y tú?

Si quieres ser santo de verdad, debes comenzar por ser un buen cristiano. Eso significa que nunca debes mentir, ni robar, ni decir malas palabras ni ser irresponsable. Eso supone una decisión firme de evitar todo lo que ofenda a Dios y a los demás y querer ser siempre sincero, honesto, honrado, responsable...

Una vez que estás bien encaminado y deseas amar a Dios sobre todas las cosas, no debes angustiarte por no ver avances importantes, pues la santidad es un regalo de Dios que debes pedir también humildemente todos los días. ¿Lo pides de verdad y con sinceridad? Pero no pidas un determinado tipo de santidad, sea con dones místicos o sin ellos, con buena salud para trabajar o con enfermedad, con puestos importantes o sin ellos. Déjale a Dios que escoja el tipo de santidad que quiere para ti. Él te conoce y te ama, déjate llevar sin condiciones, e invoca a tu santo patrono. ¡Qué importante es tener un nombre cristiano y tener un santo protector a quien invocar con devoción!


SER SANTO SEGÚN TU VOCACIÓN

Toda vocación, incluida la del matrimonio, es un compromiso de fidelidad, lo cual implica un riesgo, pero vale la pena arriesgarse como se arriesga el sembrador al echar 1a semilla o quien se va de viaje o quien comienza una empresa. El que no quiere correr riesgos y no se arriesga, nunca hará nada que valga la pena. Por eso, cada vez hay más hombres que no quieren casarse, y prefieren divertirse como solteros o, a lo sumo, convivir para poder después romper fácilmente el compromiso matrimonial. Pareciera que hoy la mayor parte de la gente no quiere compromisos definitivos. Pero la vocación es una elección libre, responsable y definitiva, para toda la vida. Compromete toda la vida hasta sus últimas consecuencias. Es una entrega total. Por eso, hay que cultivar todos los días la fidelidad a la propia vocación, siendo fiel en los más pequeños detalles. Hay que evitar los permisivismos, que ofuscan la mente y el corazón, pues nos hacen huir del sacrificio y del esfuerzo, buscando el mínimo esfuerzo y haciendo siempre lo mínimo indispensable.

Lamentablemente, hay muchos hogares, conventos y seminarios en los que se ofrecen toda clase de comodidades y se exige muy poco, y por este camino nunca se conseguirán verdaderas vocaciones. La auténtica vocación muere en un ambiente de mediocridad. Los medios términos y las medias tintas la dejan fuera de combate. La vocación debe cultivarse cada día en la renuncia a muchas cosas buenas, pero inconvenientes.

La santidad no se improvisa, no se consigue de un día para otro. La santidad es un camino de subida hacia la altura y supone esfuerzo y trabajo personal. Es sólo para esforzados que tienen fuerza de voluntad y saben perseverar sin volver atrás. Quizás necesites toda la vida para prepararte y madurar lo suficiente, o quizás Dios te regale la santidad en el último momento como un don, en consideración a tantos años de oración, pidiéndole esta gracia. Dios tiene caminos distintos para cada uno.

Como dice el poeta León Felipe:
Nadie fue ayer,
ni va hoy
ni irá mañana
hacia Dios
por este camino
que yo voy.
Para cada hombre guarda
un rayo nuevo de luz el sol...
y un camino virgen
Dios.

Lo importante es no desanimarte nunca en este camino, que, a veces, está lleno de piedras y espinas. Tu camino es único y distinto al de todos los otros santos. Dios tiene para ti un plan único. Tú no eres una fotocopia de otros santos, sino una flor única en el jardín de Dios. Por eso, no dejes nunca tu oración personal por muy cansado que estés y, dado que la santidad es una conquista personal y un regalo de Dios, debes pedirla todos los días. Dile todos los días: “Señor, hazme santo”. Y pide a todos los que puedas que te ayuden con sus oraciones por “una intención especial”. Así podrás obtener muchas bendiciones, porque otros muchos te encomiendan en sus oraciones.

Sin embargo, no necesitas entrar a un convento o hacer grandes penitencias o grandes obras para ser santo. Basta que cumplas fielmente tus obligaciones de cada día con amor.

Éste fue precisamente el gran mensaje que dejó al mundo el fundador del Opus Dei, el santo Josemaría Escribá de Balaguer. Él decía: “La santidad grande que Dios nos reclama se encierra aquí y ahora en las pequeñas cosas de cada jornada” (Amigos de Dios 312). “La santificación del trabajo ordinario constituye como el quicio de la verdadera espiritualidad para los que, inmersos en las rea1idades tempora1es, estamos decididos a tratar a Dios" (ib. 61). “Dios nos espera cada día en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo. Sabedlo bien, hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes que toca a cada uno de vosotros descubrir"(Conversaciones 114).

“Hay que santificar el trabajo, santificarse en el trabajo, santificar a los demás con el trabajo” (ib. 55). Por eso, “vive tu vida ordinaria, trabaja donde estás, procurando cumplir los deberes de estado. Sé leal, comprensivo con los demás y exigente contigo mismo. Sé mortificado y alegre. Ése será tu apostolado” (Amigos de Dios 273).

Pregúntate a cada instante como aquella abuelita: “Esto que voy a hacer ¿le gustará a Jesús? ¿Qué haría Jesús en mi lugar?” Si te hicieras estas preguntas frecuentemente, podrías ver las cosas de distinta manera y no desde un punto de vista demasiado humano y egoísta.

El Papa Juan Pablo II, en la carta apostólica “Novo Millennio ineunte”, dice: “El ideal de perfección no ha de ser malentendido como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos “genios” de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno. Doy gracias al Señor que me ha concedido beatificar y canonizar durante estos años a tantos cristianos, y entre ellos a muchos laicos, que se han santificado en las circunstancias más ordinarias de la vida. Ahora es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este “alto grado” de la vida cristiana ordinaria”.

Así que ya lo sabes, tú también puedes ser santo, tienes madera de santo y estás ya inscrito en la lista de los futuros santos. ¿Te vas a retirar de la carrera por cobardía o por comodidad? ¿Qué te dirá tu Padre Dios, que desea siempre lo mejor para ti? Él cuenta contigo, no lo olvides.



SANTOS DIFERENTES

Si analizas la historia de la Iglesia, verás cómo ha habido santos de todos los colores, de todas las razas y en todos los tiempos y lugares. Ninguna profesión tiene la exclusiva de la santidad y ninguna esta excluida de ella. Hay santos para todos los gustos, desde niños pequeños a abuelitos, desde débiles doncellas a robustos soldados, desde reyes o Papas a agricultores analfabetos. Veamos algunos ejemplos:

REYES: San Luis Rey de Francia y San Fernando, rey de Castilla. Santa Isabel de Hungría o Santa Isabel de Portugal.

SOLDADOS: San Sebastián, el capitán romano que murió mártir, atravesado por varias flechas. Y tantos otros mártires de las legiones romanas en los primeros siglos de cristianismo.

PROFESORES: San Juan Bosco, Marcelino Champagnat y tantos santos y santas dedicados a la educación de la niñez y de la juventud.

POLÍTICOS: Santo Tomas Moro, nombrado el 3-10-2000, por el Papa Juan Pablo II como el patrono de los políticos. Él ocupó el cargo de canciller de Inglaterra y, por oponerse a la anulación del matrimonio del Rey Enrique VIII, fue decapitado en 1535.

MADRES DE FAMILIA: Santa Mónica, la madre de San Agustín. Santa Francisca Romana, que tuvo 3 hijos y ayudaba admirablemente a todos los necesitados. Santa Catalina de Génova, la santa del purgatorio, que consiguió convertir a su esposo con su vida sacrificada y santa; al igual que la Beata Ana María Taigi y miles y miles de madres santas, reconocidas por la Iglesia.

NIÑOS: San Pelayo y San Tarsicio, que fueron cruelmente asesinados por amor a Jesús. Y los beatos Jacinta y Francisco, videntes de Fátima.

SABIOS: San Jerónimo, San Agustín, Santo Tomás de Aquino y tantos otros doctores de la Iglesia.

ESCLAVOS: Santa Baquita, la joven africana, cinco veces vendida y cinco veces comprada como esclava. Se hizo religiosa y llegó a ser un ejemplo de santidad en el convento.

INDÍGENAS: San Juan Diego, el vidente de la Virgen de Guadalupe, y Katerina Tekakwitha (1659-1682), apache de USA, beatificada el 22 de junio de 1980.

MÉDICOS: San Cosme y San Damián, que por su caridad desinteresada, al final, terminaron siendo mártires de nuestra fe.

ZAPATEROS: San Crispín y San Crispiniano, dos mártires del siglo III

EMPLEADAS DE HOGAR: Santa Zita, que desde los 12 años sirvió como empleada en una familia distinguida hasta su muerte, o Angela Salawa, beatificada por el Papa Juan Pablo II el 13 de agosto de 1991.

PAPAS: Los beatos Pío IX y Juan XXIII, de feliz memoria, y otros muchos como San Pedro, San Lino, San Cleto... De los 264 Papas, que ha habido hasta ahora, la tercera parte han sido santos. Ninguna profesión tiene un récord tan alto. Y no olvidemos a los cientos de sacerdotes y religiosas, que sería demasiado largo enumerar.

ESPOSOS: San Isidro labrador y su esposa; Luigi y María Beltrame Quattochi (siglo XX) que, según dijo el Papa Juan Pablo II, vivieron una vida ordinaria de modo extraordinario y fueron beatificados el 21 de octubre del 2001. Tuvieron cuatro hijos, dos de ellos sacerdotes.

Incluso, hay familias enteras de santos como la familia de San Basilio y su esposa Emelia con todos sus hijos: Pedro de Sebaste, Gregorio Niseno, Macrina y el grande San Basilio Magno. (siglo IV)

Y también la familia del venerable Tescelín, su esposa la beata Alicia y sus hijos los beatos Guy, Gerardo, Humbelina, Andrés Bartolomé, Nivardo y el gran San Bernardo de Claraval. (siglo XII)

Todos han sido santos por el amor.

Resultado de imagen para LA SANTIDAD ES AMOR

LA SANTIDAD ES AMOR

Piensa en amar y en hacerlo todo con amor y por amor, es decir, en convertir todas tus obras en amor. Trabaja con amor y ofrécelo todo con amor.

La santidad es amor. Por eso, si vas a una casa o a una Comunidad religiosa y quieres saber quién es el más santo, observa quién es el que más ama. No es el que mejor habla de Dios o de las cosas espirituales. No es el que trabaja más por el Señor ni desempeña los cargos más importantes. Ni siquiera el que más horas está retirado de los otros en supuesta oración. Observa al que hace las cosas que más cuestan, al que está más pronto para hacer cualquier sacrificio para servir a los demás, al que hace las cosas que los otros no quieren, al que está más con los enfermos o aguanta mejor a los de carácter violento.

Si en estos casos, no lo ves murmurar y lo ves alegre y contento. Si hace el bien calladamente y sufre en paz y con paciencia, tratando siempre de sonreír y hacer felices a los demás. Si sufre con amor sus propios sufrimientos o debilidades... ahí está el santo.

Santo es el que ama a Dios y se abandona a sus planes y le puede decir en cada momento: “Señor, soy tuyo, aquí estoy para hacer tu voluntad”.

Hacer la voluntad de Dios en cada instante, sonreír y hacer felices a los demás, son algunas de las pistas que te llevarán a reconocer al que es verdaderamente santo, porque la santidad se mide por el amor. Cuanto más amas de verdad, más santo serás. Así que no olvides que el amor es santidad y la santidad es amor. Ahora bien, para amar hay que orar y comunicarse con la fuente del amor, que es Dios.


NECESIDAD DE LA ORACIÓN

Cuando yo era un joven sacerdote, durante dos años estuve en crisis y no rezaba el rosario ni el Oficio divino ni hacía oración. Creía que era perder el tiempo, porque no sentía nada y tenía mucho que hacer en la parroquia. Pero, cuando ya empecé a sentir deseos de dejar el sacerdocio, porque creía que podía hacer mucho más por los demás, viviendo mi propia vida en el mundo... Entonces, antes de dar el paso definitivo, tuve una brillante idea, creo que inspirada por mi ángel, de pedir oraciones a cuatro conventos de clausura. Y me olvidé... Pero Dios no olvida, toma en serio nuestra oración; y, sin darme cuenta, poco a poco, fui recuperando la fe y el deseo de orar, asistiendo a grupos carismáticos.

Ahora, con la perspectiva de los años, me doy cuenta de que la gran lección que aprendí es que nunca debo dejar la oración, porque me pierdo. Cualquier santo, por más santo que sea, si quiere dejar de serlo en el más breve tiempo posible, no tiene más que dejar la oración. En cambio, un pecador que quiera ser santo, lo primero por donde debe empezar es por la oración sincera de todos los días.

En este momento, me vienen a la mente tantos miles de sacerdotes y religiosas que, a lo largo de los años, han abandonado su vocación. Quisiera poder preguntarles a a cada uno: “¿Dónde dejaron su oración?” Porque se puede ser cumplidor “material” de los tiempos de oración, asistiendo a la capilla, a disgusto, sin poner de nuestra parte, leyendo libros que no le llegan al alma o preparando homilías, charlas etc., pero eso no es oración. La oración es amor y, si no hay comunicación personal con Dios, aunque hayamos estado “en oración”, hemos estado “sin oración” y sin amor, con el alma vacía. Eso es lo mismo que ir al comedor y no comer. Si no comemos, si no oramos, porque no tenemos tiempo o por lo que sea, ¿qué podemos esperar? Es la historia, ya muy repetida, de “una muerte anunciada”.

Por mi parte, procuro ser siempre fiel a mi tiempo de oración, consciente de mi propia debilidad humana y procuro pedir oración por mí a todos los que puedo. Ojalá que tú hagas de tu vida una continua oración y no sólo en los tiempos establecidos, porque toda la vida debe ser un acto continuo de amor a Dios. A veces, es fácil decir pequeñas jaculatorias: “Jesús, yo te amo, yo confío en Ti” u otras parecidas, diciendo con frecuencia: “Señor, por tu amor”.

Busca el silencio y evita el ruido.

Parece que en muchos hogares y conventos, ha hecho entrada triunfal el ruido. Se evita a toda costa el silencio y se llenan los tiempos libres con el televisor o el transistor o la conversación. Muchos huyen del silencio como de un demonio. Y así nunca tienen tiempo para leer, para pensar o para orar.

Recuerdo que Lewis en uno de sus libros habla de un experimentado diablo del infierno que dice: "Queremos hacer del Universo un continuo ruido. Hemos hecho grandes progresos en este sentido. El ruido nos defiende de los estúpidos remordimientos y de los deseos de grandes cosas, que así parecen inalcanzables”. Esto lo escribió en 1947, pero todavía parece tener actualidad. Por eso, tú evita las conversaciones inútiles o ruidosas, evita la música estridente, evita perder el tiempo y busca el silencio para pensar y orar. Busca a Dios en el silencio. Dios es amigo del silencio.

Nunca dejes la oración. Se cuenta que el diablo en una oportunidad no podía entrar en un convento, porque todos sus frailes eran observantes y no aceptaban sus insinuaciones para pecar, y lo expulsaban y le cerraban las puertas. Pero un día cambió de táctica y, en vez de insinuarles que hicieran cosas malas, les fue inspirando hacer muchas cosas buenas, como trabajar en la huerta, predicar, dar charlas y retiros, tener reuniones y misas por todas partes, etc., de modo que no tenían tiempo para orar y, cuando iban a la oración, estaban tan cansados, que se dormían. Y, de esta manera, se fue apagando poco a poco el fervor de aquel convento y así pudo entrar y crear divisiones y desanimarlos en su vocación.

Trabajar y trabajar por el Señor sin oración, es la herejía de la acción. Muchos sacerdotes y religiosas han abandonado su vocación, porque decían: “Todo lo que hago es oración, todo el día estoy hablando de Dios, todo lo que hago es para Dios”. Pero una cosa muy distinta es hablar de Dios y otra es hablar con Dios. De la misma manera, un casado que trabajara doce horas diarias, incluidos los domingos, y no tuviera tiempo para hablar con su esposa, estaría perdiendo a su esposa. No basta trabajar para la esposa, hay que hablar con ella y demostrarle amor. No tener tiempo para orar, es no tener tiempo para amar; y sin amor y sin oración, la vida está vacía. Hasta los casados necesitan tener tiempo para orar, pues de otro modo, sus corazones se sentirán vacíos, al faltarles el amor de Dios, y entonces... todo puede suceder.

Una cosa, que siempre me ha llamado la atención, es que todos los santos sin excepción han sido muy devotos de María. Así que, si quieres ser santo, tampoco desprecies la ayuda que Dios te quiere dar por medio de María. Invócala como a una Madre cariñosa, conságrate a Ella, ofrécele cada día el santo rosario, y así sentirás palpablemente su protección y su amor de Madre. Yo siempre le tuve mucha devoción, ¿no pudo ser Ella quien salvó mi sacerdocio? Yo así lo creo. Te recomiendo consagrarte a María y por María conságrate a Jesús, para hacer de Jesús el centro de tu vida. Jesús te espera siempre como un amigo en la Eucaristía. Ten con Él los mismos sentimientos y actitudes que tendrías con una persona, a quien amas mucho. ¿Cuántos besos le has dado a Jesús en esta semana o en este día en alguna imagen? ¿Has comulgado? ¿Le ofreces todas tus cosas como flores de amor?

Dile que lo amas con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu ser. Entrégate a Él en cuerpo y alma. Ríndete a sus pies, porque Él es tu Dios. Y dile ahora:

"Jesús de mi vida y de mi corazón, en este momento de mi vida, quiero darte mi corazón entero. Mi corazón es para Ti y solamente para Ti. Por medio de María me consagro a Ti y quiero que Tú seas el Señor y el Rey de mi vida. Te amo, Jesús, y quiero amarte sin cesar todos los días de mi vida. Todo mi amor para Ti. Amén”.

TODO POR AMOR

Estamos diciendo que toda nuestra vida debe ser un acto de amor a Dios. Todo debemos hacerlo por Él y para Él. Desde que nos despertamos por la mañana, podemos decirle: "Buenos días, Señor". Y lo mismo al acostarnos. Y así podemos ofrecerle cada cosa importante que hacemos durante el día, sea estudiar, cocinar, caminar, trabajar, comer... Lo dice San Pablo: "Ya comáis, ya bebáis, ya hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios" (1 Co 10,31). ¡Es tan fácil decir a cada momento: "Por Ti, Señor, por tu amor"!

Dios no necesita tus obras, sólo quiere tu amor. Por eso, ofrécele cada día, al despertar, el nuevo amanecer; ofrécele la noche, al ir a descansar. Que todo, aunque sea pequeño, sea hecho con amor. No pienses que tu vida es inútil, porque tú no puedes hacer grandes cosas. No creas que Dios no te quiere, porque no eres una persona importante. Procura hacer las cosas más ordinarias de la manera más extraordinaria, es decir, amando extraordinariamente; entonces, verás la diferencia y tus caminos estarán llenos de flores de amor, que los ángeles ofrecerán con alegría a tu padre Dios. Como decía el poeta:

¿Qué tendrá lo que es pequeño,
que a Dios siempre tanto agrada?
¿Qué tendrá una sonrisita,
una atención prodigada,
un saludo, una palabra?

Levantarse en el momento,
en que toca la campana,
saludar y sonreír a Dios
al abrir nuestra ventana,
guardar silencio…

Decir un sí que nos cuesta,
vencer una repugnancia,
sorber, tal vez, una lágrima.
¿Qué tendrá lo pequeñito,
que a Dios siempre tanto agrada?

¿Qué tendrán esos granitos
de trigo de la hostia santa,
que han formado tantos héroes,
tantos santos, tantas santas?

Hazlo pues, todo con amor y por amor, para darle un valor sobrenatural.

Un santo decía que las obras sin intención sobrenatural son como un cuerpo sin alma y, por eso, hay mucha gente, que hace muchas cosas buenas cada día, pero no le sirven para su crecimiento espiritual, pues las hacen por obligación o porque no hay más remedio, pero no las hacen por amor a Dios y a los demás. Veamos ahora la diferencia de las obras que hacemos según su intención.

Un periodista, se fue un día a visitar unas canteras de piedra, de donde sacaban sillares para construir una catedral. Y le preguntó a un obrero:
- ¿Qué hace Ud.?
- Estoy sudando la gota gorda, aburrido y cansado, esperando que llegue la hora para irme a mi casa a descansar.
Otro respondió: Estoy ganándome el pan para mi familia.
Pero el tercero respondió: Estoy construyendo una catedral.

Como vemos, uno trabajaba sin ganas, lo menos posible, por obligación. Otro lo hacía por ganar un sueldo y alimentar a su familia. Pero el tercero, tenía un ideal superior; porque, además de ganar el pan para su familia, trabajaba por amor a Dios, porque estaba colaborando en la construcción de una catedral para gloria de Dios.

Otro ejemplo. Un periodista va a un restaurante y pregunta a un comensal:
- ¿Qué está haciendo?
- Estoy comiendo, porque me gusta comer bien.
Otro responde: Estoy comiendo, porque tengo hambre y quiero seguir viviendo.
Pero otro le dice: Estoy comiendo para vivir y por amor a Dios, a quien le agradezco y le ofrezco cada día mi comida.

¿Alguna vez te acuerdas de rezar antes de las comidas y ofrecerle lo que te da y de darle gracias?

Otro ejemplo. Una niña ve un día a unos turistas, que están admirando la catedral de la ciudad y se deshacen en elogios ante la belleza tan majestuosa de aquella moderna catedral. Y la niñita les dice:
- Yo he construido esta catedral.
- ¿Tú? ¿Cómo?
- Porque, cuando la estaban construyendo, yo le traía todos los días la comida a mi papá.

Quizás otros niños también le llevaban la comida a sus papás y lo hacían por obligación, a regañadientes, y de mala gana. Otros quizás lo hacían por amor a su papá, simplemente. Pero esta niña lo hacía, no sólo porque amaba a su papá, sino también, porque amaba a Dios y se sentía colaboradora en la construcción de aquella catedral, que sería para gloria de Dios.

De la misma manera, podríamos preguntarle a cada ser humano: Tú ¿por qué vives? ¿Por qué comes? ¿Por qué duermes? ¿Por qué trabajas o estudias? ¿Solamente, porque te gusta? ¿Por obligación? ¿O por amor a Dios y para gloria de Dios? Asimismo se podría preguntar a algunos religiosos: Tú ¿Por qué oras o vas a misa? ¿Por obligación? ¿O porque te gusta? ¿O por amor a Dios?

Ofrezcamos a nuestro Padre Dios todo lo que hacemos y todo lo que somos y tenemos, y digámosle muchas veces para hacer de nuestra vida una continua oración o un acto continuo de amor, lo que Jesús le pedía a la Venerable Consolata Betrone: "Jesús, María, os amo, salvad almas" o simplemente: "Jesús, yo te amo, yo confío en Ti".

Vive el presente con amor y dile a Jesús con cada respiración y cada latido de tu corazón: "Jesús, yo te amo".



LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS

Creo que una de las características más importantes de la vida de los santos es esta común unión con los ángeles, los santos del cielo y las almas del purgatorio. Es la unión entre la Iglesia peregrina de la tierra, la Iglesia purgante del purgatorio y la Iglesia triunfante del cielo. Todos estamos unidos en Cristo. Por eso, la comunión eucarística con Cristo debe llevarnos a vivir esta comunión con la Iglesia total.

Dice el Catecismo de la Iglesia Católica "Como todos los creyentes forman un solo cuerpo, el bien de los unos se comunica a los otros" (Cat 947). Esto quiere decir que "el menor de nuestros actos hecho con caridad, repercute en beneficio de todos los hombres, vivos o muertos. Y todo pecado daña esta comunión" (Cat 953). Por eso, pedir ayuda a tanta gente buena de la tierra y a los ángeles y santos del cielo, incluso a las almas del purgatorio, nos puede ayudar enormemente en nuestro progreso espiritual.

Ciertamente, vivir esta comunión de los santos, esta común unión con los demás, es una experiencia gozosa y maravillosa. Imaginemos a un niño que debe recorrer un largo camino entre selvas y montañas, llenas de peligros y animales salvajes. ¿Será inteligente de su parte rechazar toda ayuda que pueden brindarle sus hermanos mayores, que lo pueden llevar en brazos, cuando se canse, y que se preocuparán de su salud, de su comida, de sus necesidades y lo defenderán de los peligros? Pues bien, nosotros tenemos que recorrer un largo camino en esta vida para llegar al cielo. Si vamos solos, rechazando toda ayuda, probablemente vamos a sucumbir ante tantos peligros y tentaciones, pero si nos dejamos ayudar por nuestros hermanos mayores, los santos, ángeles y almas del purgatorio, podemos estar seguros de que llegaremos a la meta.

a) Los ángeles

¡Qué importante es, para nosotros, la ayuda de los ángeles! Los ángeles son nuestros defensores, consejeros, consoladores y amigos inseparables. Muchas veces, le he pedido a Jesús que me una a todos los ángeles para que mi nombre esté en su "corazón" y puedan amar y adorar a Jesús en unión conmigo. Muy especialmente amo a mi ángel custodio, que es mi gran amigo. Por la mañana le pido que me guíe y me dirija en todas las acciones de la jornada y que se acuerde de encomendar a todos aquellos que me piden oraciones o por quienes debo orar en especial. Sobre él escribí un pequeño libro titulado "Tu amigo, el ángel". Con frecuencia, lo envío a que bendiga a personas cercanas o lejanas y les dé muchas bendiciones y flores de amor. Tengo experiencia de que cumple su misión. Con él converso, muchas veces, como si lo viera, y es para mí un amigo inseparable, que reza por mí y me ayuda en todas las cosas. Él me inspira muchas ideas buenas y me protege del mal y del maligno. Cuando converso con una persona, pienso en su ángel. Cuando paso por la calle, pienso en los ángeles de los que pasan a mi lado. Me he consagrado a mi ángel y a todos los ángeles para sean mis hermanos y amigos queridos, especialmente a los ángeles de los sagrarios, a quienes pido que adoren a Jesús en mi nombre también. Cuando celebro la misa, mi ángel me acompaña y se hace especialmente presente. En la misa pienso en los ángeles de todos los presentes y en los de mis hermanos espirituales y familiares y les pido que me acompañen. Amemos a los ángeles y pidámosles ayuda. Se sentirán felices de ayudarnos, porque para ello han sido puestos por Dios a nuestro lado. Veamos algunos ejemplos:

Una religiosa me escribía lo siguiente: "En nuestra Comunidad se profesa una gran devoción a los ángeles, en especial al arcángel San Miguel, al cual se atribuye la asistencia milagrosa durante la invasión francesa de 1648. Todos los templos y conventos y casas particulares de la ciudad fueron saqueados y robados, menos nuestro convento. Varias veces lo intentaron; pero al quererlo ejecutar, aparecía un hombre de aspecto hermoso, alto de estatura, que con una espada en la mano defendía la puerta de entrada.

Las religiosas creyeron que se trataba de algún oficial francés, pero cuando quisieron buscarlo para agradecérselo, no se halló ninguno que diese noticia de tal capitán ni que hubiera hombre con tales señas. Por eso, se creyó que había sido el arcángel San Miguel, patrono de la Comunidad, de quien hemos recibido muchos insignes beneficios. Hoy tenemos su imagen en lugares destacados de la casa. También tenemos devoción a nuestros ángeles custodios y al santo ángel de la ciudad".

Otra religiosa contemplativa me escribía: “En mi convento hay una celda que se llama "la celda de los ángeles”. Según se lee en la historia del convento y las monjas lo han transmitido unas a otras, había cerca de nosotras otro convento de frailes carmelitas y, cierta noche, vio un fraile que en la ventana de la citada celda, entraban y salían muchos ángeles. Al día siguiente, se lo comunicó a las religiosas y resultó que esa misma noche, en esa misma celda, había muerto una santa religiosa. Desde entonces se llama a esa celda, la celda de los ángeles”.

Otra religiosa me escribía: “Tenía yo entre siete u ocho años. Estaba sola en mi habitación y era noche cerrada. A través de los cristales de la ventana se veía el exterior todo negro. Y noté detrás de mí una sombra blanca, volví la cabeza y vi un angelito en medio de la ventana, vestido con una túnica blanca, ceñida con un cinturón de florecitas; sus manos estaban juntas en actitud de oración. Tendí la mano para tocarlo, pero desapareció.

Salí corriendo a llamar a una tía y le conté todo, señalándole el sitio donde lo había visto de pie y que era de mi tamaño, pero no me creyeron. Mis ojos puros de entonces lo vieron y lo recuerdo tan nítidamente como si hubiera sucedido ahora mismo”.

Veamos otro testimonio de una señora italiana que me escribía:

“Cuando tenía quince años era una chica dulce y tímida. Yo estudiaba pintura en la Academia de Bellas Artes de Milán. Muchas veces, a lo largo del primer año de estudio se me presentaba un joven por el camino a la Academia y después a mi regreso a casa. No sabía quién era, no le hacía preguntas. Él hablaba constantemente y me decía muchas cosas bellas. Ibamos a la iglesia de San Marcos a rezar antes de ir a clase y él se inclinaba profundamente con mucha devoción. Yo lo imitaba. Sentía que se trataba de una criatura extraordinaria, que sólo yo veía, pero no sabía quién era. La luz de sus ojos era insostenible. Mis padres lo sabían y, sobre todo, mi papá, hombre de gran plegaria, estaba contento. Una de las últimas veces que me acompañó, me dijo que me casaría con un hombre llamado Luis. Pero después, ya no lo vi más. Esperé por meses poder verlo, recé, lo busqué, pero nunca más lo volví a ver.

Una noche, después de varios años y estando ya casada, soñé con un bellísimo ángel que me era conocido. Se trataba de mi querido y misterioso amigo de mis años juveniles. Él me dijo, sonriendo: ¿No te dije que te casarías con un hombre llamado Luis? Yo soy tu ángel custodio y te ayudé, de modo especial, en tu primer año de estudios en Milán, porque tenías mucho temor de andar por la ciudad y temías perderte. Te he ayudado en los peligros y te he guiado para acrecentar tu fe. Me dijo también que siempre estaba a mi lado y que debía continuar haciendo siempre el bien, aunque estuviera desposada”

Recuerda que estás rodeado de ángeles, que te aman y quieren ayudarte.

b) Los santos

Los santos del cielo son nuestros hermanos mayores, que ya viven en la felicidad plena de Dios. ¡Qué importante es pedir su ayuda e intercesión, empezando por Nuestra Madre la Virgen María! Ellos no están descansando ni tomando vacaciones en el cielo, olvidados de nosotros. Ellos siguen amándonos y preocupándose de nosotros. Por eso, decía Santo Domingo de Guzmán a sus frailes: “No lloréis por mí, os seré más útil después de mi muerte y os ayudaré más eficazmente que durante mi vida”. Santa Teresita del niño Jesús decía: "Pasaré mi cielo haciendo bien en la tierra. Derramaré sobre el mundo una lluvia de rosas”. Y a su hermano espiritual el P. Roulland le escribía: “Hermano mío, presiento que os seré mucho más útil en el cielo que en la tierra... Cuento con no estar inactiva en el cielo. Mi deseo es seguir trabajando por la Iglesia y por las almas... Lo que más me atrae a la patria celestial es la esperanza de amar a Dios como lo he deseado siempre y el pensamiento de que podré hacerlo amar de una multitud de almas que le alabarán eternamente” (Carta 225).

Los santos son nuestros amigos. Por eso, es muy importante tener un santo patrono. Es triste que muchos padres pongan a sus hijos nombres modernos, que no son de santos, como Platón, Aristóteles, Sandokan, etc. Y, de esa manera, los están privando de un patrono a quien invocar. Hay que poner nombres cristianos a los niños. Personalmente, invoco cada día al santo del día y leo el relato de su vida para poder conocerlo y quererlo más. Lo invoco, en el momento de la misa, y le pido que me acompañe y me ayude, especialmente, en su día. También tengo algunos santos que son de mi especial devoción, amigos especiales, a quienes invoco con más frecuencia como Santa Teresita, San Agustín, P. Pío... De los santos recibimos abundantes bendiciones. Santa Teresita cuenta en su Autobiografía cómo experimentó una inmensa alegría de la visita que recibió en sueños de la Venerable Sor Ana de Jesús, fundadora del Carmelo en Francia. Dice: "Después de acariciarme con más amor del que jamás puso al acariciar a su hijo la más tierna de las madres, la vi alejarse... Mi corazón estaba henchido de gozo... y yo creía y estaba segura de que existía el cielo y de que este cielo estaba poblado de almas que me quieren y que me miran como a una hija suya. Mi corazón se deshizo de amor y gratitud no sólo hacia la santa que me había visitado, sino también hacia todos los bienaventurados del cielo” (MB 2).

La Venerable Ana Catalina Emmerick decía: “Veo a los santos derramar siempre beneficios sobre los lugares donde reposan sus huesos. Los cuales brillan con la misma luz y los mismos colores que ellos y siempre parecen como una parte de ellos, pero más especialmente donde son invocados”. Pidamos a Jesús que nos una a todos los santos del cielo para que lleven nuestro nombre en su corazón y amen y adoren a Dios también en nuestro nombre.

c) Las almas del purgatorio

Nuestra unión espiritual llega también al purgatorio. Estas almas pueden ayudarnos, y nosotros podemos y debemos ayudarlas con nuestras oraciones y sufrimientos, y, en especial, con misas. Pensemos que hay una común unión extraordinaria entre los familiares vivos y los difuntos.

¡Cuánto bien hacen a sus familiares los difuntos buenos, ya desde el purgatorio! Se dan casos de la conversión y acercamiento a Dios de familias enteras a la muerte de la madre. Una buena madre es una bendición de Dios para todos sus descendientes hasta el final de los siglos. Recuerdo que un obispo contaba que tenía mucha devoción a su madre difunta y siempre la invocaba en sus problemas y sentía su protección especial. Santa Teresita, hablando de la muerte de su padre, dice: “Después de seis años de ausencia, lo siento en torno a mí, mirándome y protegiéndome” (Carta a Leonia, 24-8-1894).

Veamos un ejemplo, que he leído en un libro fidedigno. Este caso ocurrió el 3 de noviembre de 1888. En horas de la noche, una señora llamó a un sacerdote para que fuera a cierta dirección a asistir a un enfermo grave, que necesitaba urgentemente confesarse. El sacerdote acudió a la dirección indicada y se encontró con que el joven, que se suponía debía estar gravemente enfermo, estaba perfectamente bien. Como hacía mucho tiempo que había abandonado toda práctica religiosa, se pusieron a conversar y, al final, el joven le pidió al sacerdote que lo confesara. Le prometió ir al día siguiente a la Iglesia parroquial para comulgar, pero como no fue, el sacerdote volvió a su casa. Allí se encontró con la noticia de que el joven había fallecido. En la casa vio, entonces, una fotografía y preguntó quién era aquella señora. Le dijeron que era su madre, que hacía tiempo había fallecido. Y era precisamente la misma señora que le había avisado para ir a su casa a confesarlo, la madre difunta del joven.

El Padre Berlioux, que escribió un hermoso libro sobre el purgatorio, cuenta la historia de una persona muy devota de las almas del purgatorio. A la hora de su muerte, fue atacada fuertemente por el demonio; pero, en un momento dado, se vio rodeada de una multitud de personas desconocidas de radiante belleza y de una luz maravillosa que, rodeándola, le dieron paz y tranquilidad en aquellos últimos momentos de su vida. Ella preguntó: ¿Quiénes son Uds.? Respondieron: “Somos habitantes del cielo, a quienes tu ayuda nos condujo a él y en gratitud hemos venido a acompañarte en tu paso a la eternidad”.

Ante estas palabras, una sonrisa iluminó su rostro y se durmió en la paz del Señor, rodeada de tantos protectores, a quienes había ayudado durante su vida. Recordemos que en el cielo no existe la ingratitud y que nos quedarán eternamente agradecidos.

d) Los hombres de la tierra

Nuestra común unión también se da estrechamente entre los hombres que vivimos en la tierra. Por eso, es muy importante pedir ayuda espiritual a otras personas y rezar por ellos. La oración, decía San Agustín, es la fuerza del hombre y la debilidad de Dios. ¡Cuántas gracias habremos obtenido de otros que han orado por nosotros, incluso en siglos pasados o que rezarán en siglos venideros, y Dios nos ha dado las bendiciones de sus oraciones! Decía Santa Teresita: “Cuántas veces he pensado que, muchas de las gracias extraordinarias con las que Dios me ha colmado, se las debo a algún alma humilde a la que sólo conoceré en el cielo”.

Santa Faustina Kowalska dice en su Diario: “Siento muchas veces, cuando otras personas rezan por mí. Lo siento de repente en mi alma. Pero no siempre sé quién es la persona que intercede por mí” (15-3-1937).

Tú también habrás recibido muchas gracias a través de tus antepasados o de personas desconocidas, sin mérito alguno de tu parte. ¿Qué sabemos de los misterios inescrutables de Dios? Los padres de Santa Teresita pedían a Dios un hijo misionero y Dios les di una hija patrona de las misiones. ¡Cuántos milagros se pueden conseguir con la oración por los demás! Por eso, procura aprovechar el tiempo. Si eres anciano, enfermo, desempleado, aprovecha tu tiempo en cosas útiles y en hacer más oración por los demás. Cada oración, cada acto de amor, cada obra buena o sacrificio, tiene un gran valor para la eternidad. No los desperdicies, ora mucho y acepta tus sufrimientos en unión con los sufrimientos de Cristo por la salvación de los demás.

A veces, he pensado: Muchas almas se habrán condenado eternamente por su propia culpa, por supuesto; pero también, porque aquellos que debían ayudarlas no lo hicieron, comenzando por sus familiares. Si nosotros fuéramos más generosos y oráramos más, muchos otros podrían obtener gracias extraordinarias con las cuales podrían salvarse. María Simma, la gran mística austríaca, cuenta que un día un alma del purgatorio le dijo: “Hoy morirán en Voralberg dos personas que están en gran peligro de condenación. No se salvarán, si no se reza mucho por ellas”. María, ayudada por otras personas, rezó todo el día. A la noche siguiente, otra alma le dijo que los dos se habían salvado, gracias a sus oraciones, a pesar de que una de ellas no había recibido los últimos sacramentos.

Personalmente, todos los días en la misa encomiendo a todos los hombres, especialmente a mis familiares, a mis hermanas espirituales y a todos los que Dios ha puesto en mi camino y que forman parte de la gran familia espiritual, que Dios me ha encomendado. También en la misa diaria encomiendo a todos mis antepasados, a todos los que han hecho posible que yo exista físicamente y también a quienes me transmitieron la fe. ¡Cuántas gracias habrán recibido en siglos pasados, porque Dios los bendijo, sabiendo que un sacerdote iba rezar por ellos, después de cientos de años! También encomiendo a mis familiares de los siglos futuros, porque la oración no tiene fronteras, abarca a todos los tiempos y lugares, ya que para Dios todo es presente.

CONFIANZA TOTAL

La confianza total en Dios es condición indispensable para ser santos y crecer en el amor de Dios. Confiar en Él, sin condiciones, es la mayor alegría que podemos dar a nuestro Padre Dios. Por eso, le decía Jesús a una santa religiosa: “Si me amas, confía en Mí; si quieres amarme más, confía más en Mí; si quieres amarme inmensamente, confía inmensamente en Mí”.

La Madre Teresa de Calcuta decía; “Señor, acepto lo que me des y te entrego lo que quieras tomar de mí. Señor, soy tuya y, si me haces pedacitos, cada pedacito será para Ti”. Eso es confianza, confiar hasta el límite de decirle que ponga y quite de nosotros lo que quiera, sea salud o enfermedad, pobreza o riqueza, prestigio o cargos importantes... Ella decía que la verdadera santidad consiste en hacer siempre la voluntad de Dios con una sonrisa. ¿Por qué? Porque, si amas a Dios y crees en su amor, debes confiar hasta el punto de creer firmemente que su voluntad es lo mejor para ti y debes seguirla sin condiciones.

Santo Tomás de Aquino decía que “La santidad es una firme resolución de abandonarse en Dios”. El jesuita Jean Pierre de Caussade (1673-1751) en su famoso libro Abandono en la Providencia divina, dice: “Toda la santidad puede reducirse a una cosa, la fidelidad a la misión de Dios. Esta fidelidad consiste en la amorosa aceptación de lo que Dios nos envía a cada instante. Pues, para el que confía en Dios, todo lo que sucede se convierte para él en gracia y providencia de Dios”. Esto significa que debemos estar dispuestos a aceptar en cada momento la voluntad de Dios, manifestada a través de las circunstancias de cada día, aunque sean adversas y desagradables.

Pero, teniendo la seguridad de que Él lleva el timón de la barca de nuestra vida y que con Él estamos a salvo. Con Él no perdemos. Con Él todo es ganancia, apostamos a vencedor, pues sabemos que el camino que Dios quiere para nosotros es el mejor. Y Dios todo lo va a permitir para nuestro bien (Rom. 8,28), aun cuando no veamos el final del túnel.

Ser santo, pues, significa estar dispuestos en cualquier momento, a hacer la voluntad de Dios. Es estar siempre “listos”, estar dispuestos a lo impredecible de Dios, que nos puede llamar a cualquier hora y en cualquier lugar sin consulta previa. ¿Estás preparado? ¿Alguna vez le has dicho con sinceridad: “Me entrego a ti totalmente y para siempre”? Recuerda que Dios tiene buena memoria y lo toma en serio. ¿O tú ya te has olvidado? ¿O lo dijiste por decir, sin ningún compromiso? Job decía: “Dios me lo dio, Dios me lo quitó, ¡Bendito sea el nombre de Dios!” (1,21). “Aunque Él me matara, seguiría confiando en Él” (13,15). Y Jesús le decía a su Padre: “Que no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22,42).

Hay que seguir confiando, aunque nos lleve por caminos de espinas, aunque todo parezca oscuro y sin solución, aunque parezca que todo el mundo se nos viene encima o que todos están contra nosotros. Pase lo que pase, sigamos confiando en Él. Podemos decir con el salmista: “Aunque pase por un valle de tinieblas, no temeré mal alguno, porque Tú, Señor, estás conmigo” (Sal 23,4). Y escuchar a Jesús que nos dice en esos momentos difíciles: “No tengas miedo, solamente confía en Mí” (Mc 5,36).

“Señor, yo me entrego a Ti, me pongo en tus manos con una confianza sin límites, porque tú eres mi Dios. Haz de mí lo que tú quieras, puedes tomar o quitar lo que desees. Todo lo acepto como venido de tus manos, porque te amo y sé que todo lo que tú decidas es lo mejor para mí, porque creo en tu amor. Señor, yo te amo y yo confío en Ti, ahora y para siempre, sin condiciones ni limitaciones. Llévame donde tu quieras, escóndeme en tu divino Corazón y hazme santo. Amén”.

Veamos ahora algunos ejemplos:

a) Nguyen Van Thuan

Él era un cardenal vietnamita, que vivía en el Vaticano y murió el año 2002. Cuando era un joven obispo, fue encarcelado por los comunistas de su país y estuvo 13 años en la cárcel, nueve de los cuales estuvo solo en una celda. Él nos dice en su libro Testigos de esperanza: “Durante mi larga tribulación de nueve años de aislamiento en una celda sin ventanas, a veces bajo la luz eléctrica durante muchos días, a veces en la oscuridad, me parecía que me ahogaba por el calor y la humedad, al límite de la locura... Una noche, desde lo profundo del corazón, una voz me dijo: ¿Por qué te atormentas? Tienes que distinguir entre Dios y las obras de Dios. Todo lo que has hecho y deseas seguir haciendo: Visitas pastorales, formación de seminaristas, construcción de escuelas, de hogares para estudiantes, misiones de evangelización, etc., son obras de Dios, pero no son Dios. Si Dios quiere que abandones todo eso, hazlo en seguida y TEN CONFIANZA EN ÉL. Dios hará las cosas infinitamente mejor que tú. Él confiará esas obras a otros que son mucho más capaces que tú. Tú has elegido a Dios y no sus obras. CONFIA EN ÉL. Esa luz me dio una paz nueva y cambió totalmente mi modo de pensar. Lo importante era elegir a Dios y no las obras de Dios, y confiar en Él”.

Y así lo hizo. Y cada día celebraba la misa para tomar fuerzas. Y pudo ver el poder de Dios en acción. Dice así: “Nunca podré expresar mi gran alegría al celebrar diariamente la misa con tres gotas de vino y una gota de agua en la palma de mi mano... Cada día, al recitar las palabras de la consagración, confirmaba con todo el corazón y con toda el alma un nuevo pacto, un pacto eterno entre Jesús y yo, mediante su sangre mezclada con la mía. Han sido las misas más hermosas de mi vida... Por la noche los prisioneros católicos se alternaban en turnos de adoración. Jesús Eucaristía nos ayudaba con su presencia silenciosa y muchos cristianos volvían al fervor de su fe. Budistas y otros no cristianos se convertían, porque la fuerza del amor de Jesús era irresistible. La prisión se convirtió en escuela de catecismo y los católicos bautizaban a sus compañeros y eran sus padrinos... Jesús se convirtió así, como decía Santa Teresa de Jesús, en el verdadero compañero nuestro en el Santísimo sacramento”.

Confiar en Dios es apostar por Él, con la seguridad de que siempre saldremos vencedores.

b) Madre Teresa de Calcuta

Todos conocemos a esta santa religiosa que dedicó su vida al cuidado de los más pobres de entre los pobres. Pues bien, cuando era una joven religiosa de 36 años de la Congregación de Loreto, y estaba tranquila, dando clases en un colegio de la India, Dios le pidió que dejara todo y se dedicara a atender personalmente a los más pobres, dejando su Congregación. Veamos lo que ella misma nos dice:

“Fue el 10 de Setiembre de 1946, en el tren que me llevaba a Darjeeling. Allí, mientras oraba a Nuestro Señor en la intimidad y silencio, percibí con claridad que me urgía a renunciar a todo para seguirle a Él, en las chabolas. El mensaje estaba muy claro: tenía que dejar el convento de Loreto para entregarme al servicio de los pobres, viviendo en medio de ellos. Era un mandato... Abandonar Loreto constituyó para mí el mayor sacrificio. Algo mucho más difícil que abandonar mi familia y mi patria por primera vez para entrar en el convento. Loreto significaba todo para mí... Después de dos años de la llamada (con los permisos correspondientes) abandoné Loreto el 16 de Agosto de 1948. Me encontré en la calle, carente por completo de techo, de compañía, de ayuda, de dinero, de un empleo, de garantía material alguna. De mis labios brotó entonces esta oración: Tú, Dios mío. Nadie más que Tú. Tengo fe en tu llamada y en tu inspiración. Estoy segura de que no me abandonarás jamás. Ayúdame a serte fiel. Yo confío en Ti...

El mismo día que abandoné Loreto, en mi primer recorrido por las calles de Calcuta, se me acercó un sacerdote y me pidió un donativo para una colecta a favor de la prensa católica. Yo había abandonado Loreto con cinco rupias, de las cuales había dado ya cuatro a los pobres. Le di a aquel sacerdote la única rupia que me quedaba.

Aquella misma tarde, ese sacerdote me vino a ver y traía un sobre. Me dijo que un hombre le había hecho entrega de él por haber oído hablar de mis proyectos, que quería favorecer. En el sobre había 50 rupias. En aquel momento, experimenté la sensación de que Dios había comenzado a bendecir la obra y de que ya no me abandonaría jamás”.

Actualmente, las hermanas de la Madre Teresa están extendidas por todo el mundo y cuidan a miles de enfermos, especialmente a los más pobres y abandonados.

c) Madre Angélica

La Madre Angélica es una religiosa norteamericana. Cuando era joven religiosa, tuvo un grave accidente, que la dejó casi tullida para toda la vida, perdiendo una vértebra. Ahora camina con dificultad con hierros en las piernas. Pero ella no se amilanó y pudo superar sus limitaciones con una fe inmensa en Jesús y en su presencia real en el Santísimo Sacramento. Actualmente, tiene seis doctorados y muchos premios nacionales e internacionales. Fundó el convento donde reside con la finalidad de adoración perpetua al Santísimo Sacramento, en Birmingham, Alabama (USA). Con su fe y oración, y la de sus religiosas, ha conseguido lo que hubiera parecido humanamente imposible: una editorial católica con su imprenta, la mayor emisora de radio privada de onda corta, un Instituto misionero y un canal de televisión católico por cable, que emite vía satélite las 24 horas en distintas lenguas y llega a 170 países.

Para ella, todo es un milagro de Dios por su confianza total. Ella habla de que “fue cuestión de lanzarse al vacío, confiando solamente en Dios. Fue cosa de fiarse de Dios y dejarse llevar. Y todo llegó poco a poco... A mí todo el mundo me decía que mi proyecto de televisión era irrealizable, me hablaban de gastos, de equipos necesarios... Pero la obra se realizó. Por eso, debemos ser locos de amor por Jesús y tener la audacia de creer en Él. Él nos sigue diciendo como hace dos mil años: No tengas miedo, solamente confía en Mí”.

d) La Beata Gianna Baretta Molla

La Beata Gianna Baretta Molla (1922 -1962) fue capaz de confiar en Dios hasta la muerte. Era una doctora en medicina, casada y con tres hijos. En 1961 quedó embarazada de su cuarto hijo y a los dos meses, le detectaron un fibroma en el útero, que amenazaba su vida y la vida del niño. Ella conocía muy bien los riesgos, lo más aconsejable, “humanamente hablando”, era operarla de inmediato para sacarle el fibroma y así salvar su vida, aunque tuviera que perder a su hijo.

Pero ella, como cristiana, rechazó tajantemente la posibilidad de ser operada, porque quería salvar a su hijo a toda costa.
El 21 de abril de 1962 nació su cuarta hija, sana y salva. A los siete días, el 28 de abril, a sus 39 años de edad, moría ella, repitiendo las palabras: “Jesús, yo te amo; Jesús, yo te amo”.

Ella confió en Dios hasta el final y Dios le pidió su vida y dejarlo todo, incluidos sus cuatro hijos y su esposo y familia.

Humanamente, parece un fracaso. Pero su vida llegó a la plenitud del amor. Durante aquellos meses de embarazo, su confianza y amor a Dios crecieron hasta el punto que Dios la encontró madura para la siega y ahora la Iglesia y el mundo entero reconocen su santidad.

El 24 de abril de 1994 fue beatificada por el Papa Juan Pablo II. ¿No podrá ahora desde el cielo velar por su familia mucho mejor de lo que podría haberlo hecho aquí en la tierra?Los caminos de Dios son impredecibles. Nosotros debemos dejarnos llevar y confiar en Él.

Él sabe el camino. Ahora, Gianna Emanuela, su cuarta hija, puede vivir y puede decirle al mundo entero, en este mundo de violencia y de millones de abortos: “Yo estoy viva porque mi madre me amó tanto que fue capaz de dar su vida por mí”. Cristo también lo hizo por ti. ¿Serías tú capaz de hacerlo mismo por Él?¿Estás dispuesto a confiar en Dios hasta las últimas consecuencias, aunque te pida la vida? ¿Estás dispuesto, como Abraham, a dejarlo todo e irte a donde el Señor te envíe, aunque te quedes sin nada ni para comer, como la viuda pobre del Evangelio, que echó en la alcancía del templo los pocos centavos que tenía? Dios te pide confianza total. Dile que te dé ese regalo y no lo defraudes jamás, desconfiando de su amor por ti.