La vida misionera, sobre todo, en lugares alejados de la civilización es muy sacrificada. Además, hay que tener buena salud para soportar las privaciones. A título personal puedo decir que una de las cosas que más me hacían sufrir eran las comidas. Por mis males de estómago, del que me operaron siendo joven seminarista, debo guardar dieta todos los días. En aquellos lugares, preparaban la comida con manteca de cerdo y eso me sentaba mal. Muchas veces, me preparaban cosas con picante o con mucha grasa... Y tenía que decirles que no podía comerlo, lo cual era siempre desagradable, pues no hubiera querido rechazar lo que me preparaban con tanto cariño. A veces, tenía que comer menos de lo que hubiera deseado y pasaba hambre, aunque normalmente siempre estaba previsto de gran cantidad de plátanos, con los que suplía las deficiencias alimentarias.
En muchos lugares, había que soportar las pulgas y los chinches que no te dejaban dormir, en otros eran las ratas. Nunca me olvido del día que visité Cuica, donde había una plaga de ratas. Durante la misa, las veía correr por la Iglesia y me llamaban la atención, porque muchas eran medio blancas. Por la noche, tuve que dormir en una habitación con latas de kerosene encendidas para que no se acercaran. Pero había lugares que parecían tranquilos y, a media noche, escuchaba ruidos, encendía la linterna y allí aparecían las ratas, que subían por las paredes.
Otras veces, eran los fríos que hacían sufrir, o los calores que hacían sudar la gota gorda. Con frecuencia, llovía mucho y los caminos estaban llenos de barro, de modo que en algunos trechos ni la mula podía pasar, porque se hundía, y tenía que caminar a pie, lo cual para mí era una especial mortificación. No faltaban accidentes; algunas veces, la mula se caía o se resbalaba con peligro de caer y lastimarme, pero, gracias a Dios, mi ángel siempre estaba atento para cuidarme.
Para dormir, unas veces me preparaban sitio en la escuela del lugar o en las casas, rodeado de gente que dormía en el suelo alrededor de mi cama; o preparaban un colchón encima de una mesa o en el suelo. Dependía de los lugares, pero faltaba la privacidad, que es tan importante, y uno no se podía ni duchar, porque allí no había esas comodidades.
Tampoco faltaban los peligros de serpientes, donde menos se esperaba. En una oportunidad, estaba conversando tranquilamente con dos amigos y, al mirar a mis pies, vi que una serpiente roja, pequeña, de las más venenosas, estaba pasando por encima de mi zapato. Me aparté y trataron de matarla, pero ya se había ido.
Una vez, cuando desperté por la mañana, sentí que mi labio inferior estaba muy hinchado. ¿Qué había pasado? No lo sé, pero algo me había picado en la noche. Tuve que celebrar la misa con media lengua. Pero así es la vida del misionero, y tuve que continuar el recorrido previsto, porque en otros lugares me estaban esperando. Gracias a Dios, no fue cosa grave.
En aquella época de los años setenta, en el pueblo donde residía, no había ni agua ni luz ni carretera, Los lunes esperaba con ilusión al cartero a ver si traía algunas noticias del exterior. Mi única distracción era la radio. Por las noches, a la luz de la lámpara, leía algo de la Biblia o de los cuatro únicos libros que tenía o rezaba un poco y, a dormir, en mi cama de paja. No faltaban ocasiones en las que el sacerdote debía poner orden en las peleas de las fiestas y debía llamar la atención a algunos profesores o policías borrachos. También el misionero, muchas veces, debe hacer de arquitecto o constructor de obras.
En Pimpincos, recogiendo limosnas y trayendo cemento desde las ciudades de la costa, pude mejorar la Iglesia y el atrio del templo, que da a la plaza del pueblo. En Arequipa, con ayuda extranjera, pude construir un gran complejo parroquial, donde actualmente viven unas religiosas, y mejorar los salones parroquiales. En otros lugares, los misioneros son los que procuran llevar a esos pueblos agua y desagüe, luz, carretera y hasta puentes, hacen obras sociales como la colocación en las casas de servicios higiénicos con pozos ciegos. Y dan charlas de salud y de todo lo que sirva para promover el desarrollo humano y espiritual de la gente, incluidas las clases de religión en los colegios.