Alegrías-Hacia la santidad

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Nunca me olvidaré de aquellos viajes en mula o caballo de hasta diez horas al día. Recuerdo que, muchas veces, iba cantando, porque me sentía feliz al ver aquel maravilloso panorama de las montañas.

Todavía conservo algunas fotos de aquellos lugares. Me impresionaban especialmente las bandadas de huacamayos, especie de loros grandes y de vivos colores, muy hermosos. Aunque hablando de panoramas, nunca olvidaré los días que estuve en la Selva central del Perú. Fuimos desde San Ramón en una avioneta hasta Satipo y todo el trayecto era volar sobre una sabana inmensa verde. Es una vista emocionante ante la que uno no puede hacer otra cosa que alabar a Dios, autor de tantas maravillas. Después de varias horas, descendimos en un pequeño campo y de allí tuvimos que ir en mula otras cinco horas para llegar al lugar donde nos esperaban para casar a una pareja de jóvenes novios. Él era descendiente de los austríacos del Tirol, que habían llegado a aquellas tierras hacía unos cien años atrás, ella era nativa de la Selva. Todo fue muy hermoso y confesé a algunos antes de la misa y pude disfrutar en grande con aquellos hombres; muchos de ellos rubios y otros quemados por el sol.

Y, hablando de panoramas, tampoco puedo olvidar mis tiempos de capellán militar en el Norte de Africa, en el Peñón de Vélez de la Gomera, una pequeña islita española en las costas de Marruecos. Solamente estábamos allí cien soldados con el capitán y tres suboficiales. Por las tardes, me iba a la parte posterior de la isla y allí me divertía cantando y mirando el horizonte. De vez en cuando, se veía saltar a los delfines, pero, sobre todo, el espectáculo más maravilloso eran las puestas de sol. Eran extremadamente bellas y yo solamente podía agradecer a Dios por tantas maravillas y por tanto amor que había derramado en sus criaturas. Por supuesto que no faltaban días de tempestad en que el mar se alborotaba y las olas se alzaban majestuosas al chocar contra las rocas de acantilado. Daba miedo ver al mar tan embravecido y eso me ayudaba también a meditar en el poder de Dios y en la fragilidad humana. De vez en cuando, me ponía a escribir mis impresiones, mirando a las gaviotas volar raudas sobre el litoral. Me gustaba escribir.

En mi vida misionera he ayudado a toda clase de personas: jóvenes, esposos, ancianos, enfermos, pero de quienes he recibido mayores alegrías ha sido de los niños. Ellos han sido siempre mis amigos predilectos. Hasta ahora, todos los domingos, al salir de la misa, les reparto caramelos y chocolates y me siento feliz de verlos felices y me alegro, cuando me sonríen y me dicen con toda su inocencia “Gracias, Padre” con un beso o con un abrazo. Pero no solamente los domingos, también entre semana llevo siempre mi bolsillo lleno de caramelos y, cuando veo a los niños por la calle, ellos se acercan a saludarme y yo les doy un caramelo. Por eso, muchos me llaman el “Padre de los caramelos”. Es muy hermoso sentirse querido por los niños y, a la vez, es una buena pastoral, pues muchos de ellos atraen a sus padres a la Iglesia para verme y recibir su caramelo. ¡Es bello hacer felices a los niños! A veces, compro muñecas u otros juguetes para hacerlos felices. Otras veces, les compro víveres para sus familias o les doy ropa o dinero para sus estudios. Lo importante es hacerlos felices y verlos sonreír. Y así yo me siento feliz al verlos felices ¿Puede haber en el mundo algo más bello que la sonrisa de un niño que ríe feliz?

¡Que Dios bendiga a todos los niños del mundo!
De los que son como ellos es el reino de los cielos” (Mc 10,14).