LA PROTECCIÓN DEL ÁNGEL-Hacia la santidad

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Muchas veces en mi vida he estado en peligros de accidentes de coche, de caídas del caballo, en peligros de animales, de contagios al atender enfermos... Sólo Dios puede saber de cuántas me he librado con la ayuda del ángel. Pero puedo decir que mi ángel, a quien siempre he tenido una especial devoción desde niño, siempre me ha cuidado con especial esmero. Recuerdo un día en especial. Habíamos ido a bendecir la cruz de un cerro y tuvimos que subir con mucha dificultad hasta la cima. Y era muy hermoso ver en la cumbre, desde lejos, aquella cruz que habían puesto los primeros misioneros para manifestar que aquellos lugares pertenecían a Jesús. Hacía varios siglos que ya no se celebraban allí sacrificios humanos o ritos satánicos como habían hecho los “gentiles”, como así llamaban a los primeros habitantes de aquellos lugares, cuando todavía no eran cristianos.

Pues bien, era un día de viento frío, el día anterior había llovido y el terreno estaba resbaladizo. Al bajar del monte, en un cierto momento, la mula empezó a resbalarse y a dar traspiés, de modo que tuve que tirarme al suelo lo antes posible. Gracias a Dios, no pasó nada, solamente tiró por el suelo la alforja y las cosas que llevaba. Los campesinos que me acompañaban, se quedaron asustados, pensando que me podía haber pasado algo grave, si la mula se hubiera caído conmigo en aquellos precipicios o se hubiera caído encima de mí.

Pero Dios vela siempre por los misioneros y creo que mi ángel cumplió su misión y me cuidó en aquel peligro como aquel día en que una serpiente pasó por encima de mi zapato, o aquel día en que fui a visitar a un enfermo muy grave y en su casa una tarántula estuvo muy cerca de picarme, o aquel otro en que un perro bravo estuvo a punto de morderme, o aquella vez en que las espinas de una zarza casi me sacan un ojo, al pasar por una vegetación muy tupida con el caballo. ¡De cuántos peligros me habré salvado!

Yo era un inexperto para caminar por aquellos lugares llenos de barro, en que la mula caminaba al borde del precipicio con el consiguiente peligro de resbalarse y caer hasta el abismo. Yo ni siquiera sabía poner bien los arreos del caballo y debía obedecer los consejos de mi acompañante que, con frecuencia, tenía que abrirme paso a través de estrechos caminos con el machete. Yo debía estar atento, cuando las ramas estaban muy bajas y, a veces, podían golpearme.

Varias veces, las ramas bajas se llevaron mi sombrero sin mayores consecuencias. Otras veces, el caballo no quería avanzar por algún motivo desconocido y había que estar atento y ver la manera de tranquilizarlo. Pero, a pesar de mi inexperiencia, confiaba en Dios y en mi ángel que me acompañaba y me cuidaba.

Por eso, quiero darle gracias públicamente a Dios por este ángel, que ha colocado a mi lado para cuidarme y defenderme durante toda mi vida.