Mi responsabilidad en la sociedad

Laura Aguilar Ramírez

Puntadas de familia

De alguna manera, cuando era niña, me daba cuenta que era afortunada. No precisamente adinerada o con fortuna, sino que tuve en la vida mejores oportunidades que otros.



Yo vivía en un terreno grande, con borregos, gallinas, guajolotes, mientras otros niños vivían en casas de madera o de adobe. La casa donde vivía era de material, tenía un pórtico donde en la tarde salíamos a tomar el fresco.



Mi papá manejaba un camión de pasajeros, mientras los papás de otros niños, trabajaban en el campo o trabajaban en un tianguis vendiendo mercancías a pleno rayo del sol o soportando lluvias.



Tal vez para otras personas, yo era pobre o mugrocita, porque tenían casas grandes y tenían dinero, pero yo sabía que era más afortunada que otros niños. Y me sentía rica en comparación con ellos.



Tuve la oportunidad de ir a un internado porque mi mamá no podía cuidarme porque trabajaba. La directora del internado era una psicóloga especializada en conducta infantil. Eramos sólo 54 niñas. Tuve la oportunidad de tener en las tardes a alguien a quien consultar mis dudas escolares. Aprendí a cambiarme al llegar de la escuela, a guardar con cuidado mi uniforme y ponerme una ropa más sencilla para estar durante el día y en la noche, ponerme una pijama.



Esto que ahora puede parecer normal, para mí era algo extraordinario. En mi casa, mi mamá trabajaba, al llegar de la escuela, me quedaba con el uniforme y a veces, me dormía con él, porque no usábamos pijama. Nos dormíamos con la misma ropa que traíamos todo el día.

En mi casa, se comía en un sólo plato, con una cuchara. En el internado, aprendí a usar cubiertos, a comer la sopa caldosa en un plato hondo y la comida seca, en un plato extendido y el postre en otro platito, tomábamos el agua en un vaso y el café en una taza. En mi casa, usábamos un jarro para todo.



Entonces, me dí cuenta que era afortunada y que debía compartir mi fortuna con los que amaba. Traté de que mis sobrinos aprendieran también lo que yo aprendí.

En el internado, podía leer porque había un gran librero lleno de cuentos infantiles, de biografías de personalidades, de historia, de arte, de paisajes, animales, etc. En mi casa, sólo se leían revistas de novelas semanales. Entonces, traté de regalarles libros a mis sobrinos o de enseñarles lo que yo aprendía.



En el internado, les contaba a las más pequeñas, los cuentos que yo leía, a mis vecinas en mi casa, trataba de enseñarles lo que yo aprendía. Algunas trabajaban después de la escuela, otras tenían mamás que no habían ido a la escuela y les costaba más estudiar. Yo tenía una maestra en el internado, que me ayudaba con mis tareas. Era más afortunada



He llegado a la conclusión que si tuve más oportunidades, no fue por mis méritos, sino porque mi madre trabajaba mucho, porque se me dió la oportunidad de estar en un lugar donde aprendí otra forma de vida. Y que tenía que tratar de que la vida de los que no tuvieron ésa fortuna, fuera mejor. Empezando por los de mi casa, que en ése tiempo, eran mis sobrinos.



Esa creo yo, es mi responsabilidad en la sociedad: Tratar de que los que amo, vivan de la mejor manera posible. Y éso no incluye necesariamente, ser rico o tener mucho dinero. Por supuesto que el vivir sin andarme peleando, dedicándome a hacer lo que me corresponde, ya sea estudiar, trabajar, cocinar o lo que sea, es mejor.



Que perder el tiempo en estarme vengando de lo que me hacen, no sirve para nada, mas que para vivir enojada. Que si me cambio la ropa de la escuela y uso en casa, otra más sencilla y en la noche, una pijama, la ropa me dura más y dura más tiempo limpia.
Y por lo tanto, poco a poco, el dinero rinde más.

Que si cocino en casa y no como todos los días antojitos en la calle, el dinero rinde más.

Que si como balanceadamente y no sólo sopes y frijoles, tengo mejor salud.

Que comer frutas, verduras junto con la comida que mi mamá preparaba, es mejor para mi salud.

Que hacer ejercicio, me daba más energía para hacer mis actividades.



Claro que también comiamos pasteles o antojitos, pero no todos los días

Claro qe también salíamos de paseo, o íbamos al cine. En mi casa no lo hacíamos. Ibamos al campo, donde no gastábamos tanto y nos divertíamos



Todo éso, aprendí en el internado. Y por supuesto, traté de enseñarlo a los que amaba.



Esa es mi responsabilidad en la sociedad. No ser presidente, dueño de una gran compañía, ni estrella de rock and roll. Basta con ser lo que soy, y serlo de la mejor manera posbile



Mi mamá, que en paz descanse, me decía "no importa si eres basurero o barrendero en la calle, sino que lo que hagas, lo hagas de la mejor manera posible".



Esa es mi responsabilidad en la sociedad
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Agradezco a Dios lo que me dió la oportunidad de aprender, de haber sido más afortunada que otros, pero no basta con éso.

Si yo lo pienso bien, no tuve ningún mérito en recibir ésa oportunidad, tal como no la tiene alguien que hereda un terreno o dinero o belleza, sin que ellos hagan nada para tenerlo.

Lo que yo haga con lo que aprendí o con lo que heredé, sí es mi responsabilidad. Puedo desperdiciarlo o puedo aprovecharlo.


Puedo gastarme mi herencia en borracheras y fiestas. O puedo cuidar el dinero y usarlo para hacer bien para mí, los míos y otros.


Puedo aprovechar lo que aprendí para vivir mejor yo y mi familia. O puedo usarlo para amolar a otros y con ello, dañarlos y dañarme a mí misma, porque la vida es como un bumerang que si lo lanzas, vuelve a tí.



Mi mamá no estudió mas que hasta cuarto año, porque así era en sus tiempos, trabajaba en el campo porque en su tiempo, éso hacían los niños. Cuidaban puercos o sembraban maíz o árboles frutales, porque así era en su tiempo. Pero sí me enseñó a ser respetuosa, a no ser peleonera, a no ser mal hablada, a ser agradecida, a ser trabajadora



Ella se sentía orgullosa cuando yo aprendía a leer, cuando le escribía poemas o le hacía dibujos
Sentía que sus esfuerzos valían la pena, que su trabajo y cansancio de ir a trabajar 8 horas al día, además de lavar y planchar la ropa, cocinar en casa, de ir los sábados al tianguis a comprar la fruta, verdura y carne para la semana, valían la pena


Yo amo a mi mamá, como la amaba cuando era niña. Y sabía que a mi mamá le gustaba que yo fuera una niña estudiosa y bien portada. Y yo por amor a ella, hacía mi mejor esfuerzo. Una sonrisa de sus labios, era mi mejor premio. Tanto, como lo fue después, una sonrisa en los labios de mis hijos cuando los tuve.



Cuando los veía sonreir, todo mi cansancio se esfumaba. Todo lo que implicaba el estar sentada frente a una máquina de coser, porque era costurera en casa. Todo lo que implicaba levantarme a hacerles su desayuno, lavar y planchar su ropa para que se fueran a la escuela. Todo lo que implicaba el enseñarles con mi ejemplo, a hacer ejercicio, el levantarme temprano para que desayunaran, aunque en la noche me hubiera desvelado con mis cuates y hubiera tomado una copita de más o tuviera cruda de cigarro. Todo se esfumaba, cuando los veía jugar sin preocupaciones.



Empecé a fumar a los 14 años y aunque quería dejar de hacerlo, no podía hacerlo. Gracias a Dios lo hice, cuando empecé a ir a la Iglesia y con la ayuda de Dios. Pero siempre les dije a mis hijos que fumar no es bueno, que no es fácil dejarlo, que a mí me costaba mucho, que era mejor que no empezaran a hacerlo, que mi salud se afectaba y no deseaba para ellos ésa tortura.



Esa es mi responsabilidad en la sociedad: Ser un buen ejemplo para mis hijos.