Por: Laura Aguilar Ramírez
Hoy, como cada año, celebro el cumpleaños de mi hija fallecida cuando era bebé.
Lo festejo, ofreciendo a Dios actos de misericordia por ella. Lo celebro tratando de brindar alegría a otras niñas y a otros niños que por designios de Dios siguen en éste mundo.
Mi suegra, cuando falleció mi hija me dijo: "No era de éste mundo" Y no la entendí. Me pareció una frase tan vacía, una frase tan egoísta.
Por supuesto que yo preferiría tenerla a mi lado; preferiría verla casada aunque fuera con problemas: preferiría verla siendo monja o religiosa sirviendo a Dios; preferiría verla soltera, sirviendo a su familia como muchas otras mujeres.
Sin embargo, mi hija partió tan pequeña. Tan sólo 2 meses la tuve en mis brazos, después de 9 meses de esperar su llegada, de soñar los muchos momentos que viviríamos juntas.
Fué mi única hija. Los otros dos que tengo, son varones.
A mis hijos los amo con todo mi corazón y sé que me corresponden. Sin embargo, los hijos y las hijas son distintos.
Por la naturaleza con que Dios nos creó, unos nacemos hombres y otros nacemos mujeres.
Los hombres y las mujeres no somos iguales. Tenemos distintos roles. Compartimos la misma naturaleza, porque a ambos nos creó Dios, pero tenemos distintas funciones.
Cuando mis hijos fueron bebés, estaban unidos a mí. Poco a poco, fueron creciendo y poco poco, fueron tomando el lugar que su naturaleza les llamaba: a uno le gustaba el fútbol; al otro, jugar a crear.
A mis hijos les enseñé a hacer quehaceres domésticos. Los dos saben cocinar, coser un calcetín, barrer y regar plantas. Lo mismo enseñé a otras niñas.
Sin embargo, las mujeres son más delicadas, son más sensibles, son más alegres y dicharacheras. Porque la naturaleza del hombre es distinta de la mujer.
Poco a poco, los niños van tomando su rol: son más fuertes, más rápidos, más físicos.
Me quedé con las ganas de enseñarle a mi hija a tejer, a coser, a bordar, a hacer vestidos, a maquillarse, a vestirse, a tratar a los hombres, a elegir a su pareja. En fin, se me quedaron en el tintero tantas cosas que sólo se le pueden enseñar a una mujer.
Se me quedaron en los brazos, tantos abrazos y en los labios, tantos besos. Se me quedaron tantos consejos y tantos conocimientos. Se me quedaron tantas experiencias que sólo una mujer puede entender.
Esto me hace ver lo que muchas madres pierden, los momentos tan hermosos que se pierden y que no regresan. Nuestros hijos, no volverán a ser bebés, nuestros hijos no volverán a ser niños, nuestros hijos no volverán a ser adolescentes. La vida continúa.
Es por ello, que a los padres nos toca darles todas las herramientas para que puedan desarrollar su propia vida.
Los hijos, necesitan nuestro amor.
Los hijos, necesitan nuestros brazos para sostenerlos mientras aprenden a caminar.
Los hijos, necesitan de nosotros mientras van creciendo.
Pero sus necesidades son tantas, que no nosotros no somos capaces de llenarlas todas.
Llega un momento, en que los amigos son más importantes que nosotros mismos. Es la adolescencia y también en ésos momentos, debemos ser capaces de acompañarlos, proporcionándoles momentos para que los compartan con sus amigos, brindarles un lugar para que tengan reuniones, ayudarles a fomentar ésa área social que todos tenemos como una necesidad. Porque es en la adolescencia en la que éste aspecto de la vida humana tiene más relevancia. Ellos ya aprendieron en su infancia a valerse por ellos mismos, a cambiar su ropa, a arreglarse, etc. etc. Es en cierta forma, una etapa egocéntrica. Ellos son el eje de todo.
En la adolescencia, empiezan otra etapa. Hermosa y que nunca volverán a vivir. Aprenden a ser amigos. En ésta etapa, necesitan que les brindemos herramientas que les ayuden a crecer también socialmente.
Llega un momento en que están listos para formar su propia familia, si ése es el camino que Dios tiene reservado para ellos.
Llega el momento en que son llamados por Dios a su servicio como religiosos.
Y aún en ésos momentos, sus padres estaremos a su lado. Cuando tengan su propia familia. Y sean ellos, los responsables de ella. Más alejadas físicamente muchas veces, pero cercanos siempre a su corazón.
Es todo un proceso en el que los padres debemos dejar que nuestros hijos vivan sus propias experiencias.
Recuerdo con cuánto temor veía a mis hijos subirse a una resbaladilla. Tan aparentemente inofensiva y tan llena de peligros para ellos. En ésos casos, los dejaba al lado de mi esposo y yo me quedaba preparando la comida o leyendo para distraerme y dejarlos vivir.
Recuerdo con cuánto temor escuchaba a mis hijos jugar en la calle. Con tantos peligros como existen en ella. Confiaba en que mis vecinos estaban cerca para echarles un ojo, tal como hacía yo cuando estaban cerca de mi casa. Muchas veces, los invitaba a mi casa a jugar o a estudiar, pero no bastaba para llenar sus necesidades. Mi hijo necesitaba correr, patear un balón, jugar y con el corazón lleno de zozobra, lo dejaba hacerlo.
Recuerdo con cuánto temor, los ví alejarse con sus amigos al cine o a una fiesta. Yo me quedaba orando para que volvieran con bien.
El crecimiento de los hijos produce dolor, el alejamiento físico, produce dolor; pero se compensa con ver su sonrisa, con verlos alegres, con verlos hacer su vida, con verlos hacerse cargo de sus responsabilidades.
Finalmente, para éso los educamos, para éso crecieron, para volar con sus propias alas.
Y no nos queda más que pedir a Dios que en sus muchos vuelos, hagan parada con nosotros, en nuestro hogar.