Alfonso Aguiló
Tras la Segunda Guerra Mundial, cuando la opinión pública llegó a conocer en toda su dimensión los horrores del Tercer Reich, se planteó una cuestión crucial.
Muchos habían defendido hasta entonces que la opinión de la mayoría social marcaba lo que era justo o injusto. Pero Hitler había actuado con el respaldo de la mayoría parlamentaria, y también tuvo un gran apoyo de la opinión pública de su país. Es verdad que durante la guerra nunca se propuso públicamente el exterminio masivo, pero sí había una amplia aprobación popular acerca del despojo y la expulsión de los judíos.
Había sido legal. Y en gran parte, también socialmente aceptado. Pero no por eso dejaba de ser un crimen patente y horrible. Nadie había imaginado que se podía llegar a semejante desprecio por el hombre y por sus derechos, a una infamia que reunió una cantidad de odio sin precedentes, que pisoteó al hombre y a todo lo humano con una fuerza hasta entonces desconocida.
Aquellos dirigentes nazis fueron condenados como autores de crímenes contra la humanidad, porque se consideró evidente que existe una ley moral universal a la que todos los hombres estamos sujetos, independientemente de lo que digan las leyes de ese Estado, o de lo que apruebe o desapruebe la opinión pública.
Hubo juristas coherentes con el relativismo moral que siempre habían postulado, y que argumentaron que no se podía condenar a esos generales nazis, ya que no habían transgredido las leyes entonces vigentes en su país
Pero aquella protesta fue tan solo una prueba más de la precariedad de esa forma de pensar. Porque si un acto tuviera que ser bueno simplemente por estar ordenado o permitido por una ley, entonces no se podría acusar de injusto a ningún régimen político que viole los derechos humanos.
Ningún porcentaje de apoyo social puede hacer bueno lo que de por sí es perverso. Los votos que llevaron o mantuvieron a Hitler al poder no hicieron aceptable su racismo ni sus criminales designios. Hay cosas que están mal aunque las permita o fomente el poder legítimamente establecido.
Cuando el relativismo moral se impone, la dignidad humana corre un grave peligro. Los derechos básicos se relativizan y se abre la puerta al totalitarismo. El régimen nazi es una prueba de que esas ideas no son un mero entretenimiento de intelectuales, sino que tienen consecuencias importantes.
Auschwitz reveló, entre otras cosas, la profunda depravación en la que podía sumergirse el hombre al olvidar a Dios. Muchos años antes, ciertos sectores de la cultura europea habían intentado borrar a Dios del horizonte humano, y una de sus consecuencias había sido la aparición del paganismo nazi y el dogmatismo marxista, dos ideologías totalitarias que Hitler y Stalin pretendieron convertir en religiones sustitutivas.
Así fue como el desprecio a Dios llevó al desprecio a la humanidad y a la vida de las personas. El resultado fue un abismo de inmoralidad que la historia jamás podrá olvidar.