Las raíces del mal
— La naturaleza humana en estado de justicia y santidad original.
— Solidaridad de todos los hombres en Adán. Transmisión del pecado original y de sus consecuencias. La lucha contra el pecado.
— Orientar de nuevo a Dios las realidades humanas.
I. Puso Dios al hombre en la cima de la Creación, para que dominase sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados y las bestias de la tierra y sobre cuantos animales se mueven en ella1. Por eso le dotó de inteligencia y de voluntad, de modo que libremente diera a su Creador una gloria mucho más excelente que la ofrecida por el resto de las criaturas. Pero, llevado de su amor, Dios decretó además elevar al hombre para que tomara parte en su vida divina2 y conociese de algún modo sus íntimos misterios, que superan absolutamente todas las exigencias naturales. Para este fin, Dios le revistió gratuitamente de la gracia santificante3 y de las virtudes y dones sobrenaturales, constituyéndole en santidad y justicia y dándole capacidad para obrar sobrenaturalmente4. Mediante la gracia, el alma se transforma, de modo que, sin dejar de ser humana, se diviniza: como el hierro cuando se mete en el fuego, que se vuelve incandescente, transformándose en algo parecido al fuego mismo; aunque este es un ejemplo imperfecto, pues la gracia realiza una transformación mucho más profunda que la que produce el fuego en el hierro.
Dios enriqueció además la naturaleza de Adán con los dones, también gratuitos, de la inmunidad de la muerte, de la concupiscencia y de la ignorancia, llamados dones preternaturales. Esta rectitud de la naturaleza humana en el estado de justicia original provenía de la sujeción perfecta, libre, de la voluntad del hombre a su Creador. El hombre, fortalecido con estos dones, no podía engañarse al conocer y era inmune a todo error. El cuerpo mismo gozaba de la inmortalidad, «no por virtud propia, sino por una fuerza sobrenatural impresa en el alma que preservaba el cuerpo de la corrupción mientras estuviese unido a Dios»5. En Adán, Dios contempla a todo el género humano. El don de justicia y de la santidad originales «había sido dado al hombre, no como a persona singular, sino como principio general de toda la naturaleza humana, de modo que después de él se propagara mediante la generación a todos los hombres posteriores»6. Todos hubiéramos nacido en amistad con Dios, y embellecidos alma y cuerpo con las perfecciones otorgadas por el Señor. Y llegado el momento, habría confirmado a cada uno en la gracia, arrebatándolo de la tierra sin dolor y sin pasar por el trance de la muerte, para hacerle gozar de su eterna felicidad en el Cielo.
Así derramó Dios su bondad sobre el primer hombre, y este era el plan divino. Y para realizarlo, quiso Dios que el hombre cooperara libremente con la gracia, de modo semejante a como nos pide ahora a nosotros, durante este rato de oración, la correspondencia a tantas gracias que recibimos. Aquí en la tierra hemos de ganarnos el Cielo, para toda la eternidad.
II. «La presencia de la justicia original y de la perfección en el hombre, creado a imagen de Dios, que conocemos por la Revelación, no excluía que este hombre, en cuanto criatura dotada de libertad, fuera sometido desde el principio, como los demás seres espirituales, a la prueba de la libertad»7. Puso Dios una sola condición al hombre: de todos los árboles del paraíso puedes comer, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día que de él comieres ciertamente morirás8. Conocemos por la Sagrada Escritura la triste transgresión de este mandato, y hoy leemos en la Primera lectura de la Misa9 el estado en que quedó el hombre.
El diablo mismo, bajo la figura de serpiente, incitó a la primera mujer a desobedecer el mandato divino: tomó de su fruto y comió, y dio también de él a su marido, que también comió10. Inmediatamente se rompió la sujeción al Creador y la armonía que había en sus potencias se desintegró, perdió la santidad y la justicia original, el don de la inmortalidad, y cayó «en el cautiverio de aquel que tiene el imperio de la muerte (Hebr 2, 14), es decir, del diablo; y toda la persona de Adán por aquella ofensa de prevaricación fue mudada en peor, según el cuerpo y el alma»11. Fue expulsado del Paraíso y, aunque la naturaleza humana quedó íntegra en su propio ser, encuentra desde entonces graves obstáculos para realizar el bien, porque siente también la inclinación al mal. El pecado original, personalmente cometido por nuestros primeros padres en el comienzo de la historia, se propaga por generación a cada hombre que viene a este mundo. Es una verdad de fe declarada en ocasiones diversas por la Iglesia12.
La realidad del pecado original y el conflicto que crea en la intimidad de cada hombre es un dato comprobable. La fe explica su origen, y todos experimentamos sus consecuencias. «Lo que la Revelación divina nos dice coincide con la experiencia. El hombre, en efecto, cuando examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por muchos males, que no pueden tener su origen en su santo Creador»13. Sin la gracia, la criatura humana se percibe impotente para recuperar su propia dignidad.
Pablo VI enseña que el hombre nace en pecado, con una naturaleza caída, sin el don de la gracia del que antes estaba adornada, herida en sus mismas fuerzas naturales y sometida al imperio de la muerte. Además, «el pecado original se transmite juntamente con la naturaleza humana, por propagación, no por imitación», y «se halla como propio en cada uno»14.
Se da una misteriosa solidaridad de todos los hombres en Adán, de modo que «todos se pueden considerar como un solo hombre, en cuanto todos convienen en una misma naturaleza recibida del primer padre»15. La solidaridad de la gracia que unía a todos lo hombres en Adán antes de la desobediencia original, se transformó en solidaridad en el pecado. «Por esto, de la misma manera que se hubiera transmitido a los descendientes la justicia original, se ha transmitido en cambio el desorden»16.
El espectáculo que el mal presenta en el mundo y en nosotros, las tendencias y los instintos del cuerpo que no andan sujetos a la razón, nos convencen de la profunda verdad contenida en la Revelación y nos mueven a luchar contra el pecado, único mal verdadero y raíz de todos los males que existen en el mundo. «¡Cuánta miseria! ¡Cuántas ofensas! Las mías, las tuyas, las de la humanidad entera...
»Et in peccatis concepit me mater mea! (Sal 50, 7). Nací, como todos los hombres, manchado con la culpa de nuestros primeros padres. Después..., mis pecados personales: rebeldías pensadas, deseadas, cometidas...
»Para purificarnos de esa podredumbre, Jesús quiso humillarse y tomar la forma de siervo (cfr. Flp 2, 7), encarnándose en las entrañas sin mancilla de Nuestra Señora, su Madre, y Madre tuya y mía. Pasó treinta años de oscuridad, trabajando como uno de tantos, junto a José. Predicó. Hizo milagros... Y nosotros le pagamos con una Cruz.
»¿Necesitas más motivos para la contrición?»17.
III. Dios expulsó a nuestros primeros padres del Paraíso18, indicando así que los hombres vendrían al mundo en un estado de separación de Dios: en lugar de los dones sobrenaturales, Adán y Eva transmitieron el pecado. Perdieron la herencia que después habrían de dejar a sus descendientes; ya entre los primeros hijos de Adán y Eva se dejaron sentir enseguida las consecuencias del pecado: Caín mata por envidia a Abel. Del mismo modo, todos los males, personales y sociales, tienen su origen en el primer pecado del hombre. Aunque el Bautismo perdona totalmente la culpa y la pena del pecado original y de los pecados personales que pudieran haberse cometido antes de recibirlo, sin embargo no libra de los efectos del pecado: el hombre sigue sujeto al error, a la concupiscencia y a la muerte.
El pecado original fue un pecado de soberbia19. Y cada uno de nosotros caemos también en la misma tentación de orgullo cuando buscamos ocupar en la sociedad, en la vida privada, en todo, el lugar de Dios: seréis como dioses20; son las mismas palabras que oye el hombre en medio del desorden de sus sentidos y potencias. Como en los principios, busca también ahora –en muchas ocasiones– la autonomía que le convierta en árbitro del bien y del mal, y se olvida de su mayor bien, que consiste en el amor y sumisión a su Creador. Es en Él donde recupera la paz, la armonía de sus instintos y sentidos, y todos los demás bienes.
Nuestro apostolado en medio del mundo nos moverá a situar a cada hombre y a sus obras (el ordenamiento jurídico, el trabajo, la enseñanza...) en el legítimo lugar que les corresponde con relación a su Creador. Cuando Dios está presente en un pueblo, en una sociedad, la convivencia se torna más humana. No existe solución alguna para los conflictos que asolan el mundo, para una mayor justicia social, que no pase antes por un acercamiento a Dios, por una conversión del corazón.
El mal está en la raíz –en el corazón del hombre–, y es ahí donde es necesario curarle. La doctrina sobre el pecado original operante hoy en el hombre y en la sociedad, es un punto fundamental en la catequesis y en toda formación que no conviene olvidar. Ante un mundo que, en ocasiones, parece profundamente desquiciado, no podemos cruzarnos de brazos como el que nada puede ante una situación que le supera. No es necesario que intervengamos en las grandes decisiones, que quizá no nos competen, pero sí hemos de hacerlo en esos campos que Dios ha puesto a nuestro alcance para que les demos una orientación cristiana.
Nuestra Madre Santa María, que «fue preservada inmune de toda mancha de la culpa del pecado original en el primer instante de su concepción inmaculada por singular gracia y privilegio»21 de Dios, nos enseñará a ir a la raíz de los males que nos aquejan, fortaleciendo ante todo, en cada situación, la amistad con Dios.
1 Gen 1, 26. — 2 Cfr. Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, 2. — 3 Cfr. Pío XII, Enc. Humani generis, 12-VIII-1950. — 4 Cfr. Conc. de Trento, Ses. V, can. 1. — 5 Santo Tomás, Suma Teológica, 1, q. 97, a. 1. — 6 ídem, De malo, q. 4, a. 1. — 7 Juan Pablo II, Alocución 3-IX-1986. — 8 Primera lectura de la Misa. Gen 2, 17. — 9 Gen 3, 9-15. — 10 Gen 3, 6. — 11 Conc. de Trento, Ses. V, can. 1. — 12 Cfr. Conc. de Orange, can. 2.— 13 Conc. Vat. II, Const. Gaudium et spes, 13. — 14 Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, 16. — 15 Santo Tomás, Suma Teológica, 1-2, q. 81, a. 1. — 16 Ibídem, 1-2, q. 81, a. 2. — 17 San Josemaría Escrivá, Via Crucis, IV, 2. — 18 Gen 3, 23. — 19 Cfr. Santo Tomás, o. c., 2-2, q. 163, a. 1. — 20 Gen 3, 5. — 21 Pío IX, Bula Ineffabilis Deus, 8-XII-1854.