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Alfonso Aguiló |
Y de manera semejante a como el paladar puede estragarse por el exceso de sabores fuertes o picantes, el gusto sexual estragado por lo erótico se hace cada vez más insensible, más ofuscado para percibir la belleza, menos capaz de sentimientos nobles y más ávido de sensaciones artificiosas, que con facilidad conducen a desviaciones extrañas o a aburrimientos mayúsculos.
Sobrealimentar el instinto sexual lleva a un funcionamiento anárquico de la imaginación y de los deseos. Cuando una persona adquiere el hábito de dejarse arrastrar por los ojos, o por sus fantasías sexuales, su mente tendrá una carga de erotismo que disparará sus instintos y le dificultará conducir a buen puerto su capacidad de amar.
—¿Y no hay otra solución que reprimirse?
Pienso que no es tanto cuestión de reprimir ese impulso como de encauzar bien los sentimientos. Basta que la voluntad se oponga y se distancie de los estímulos que resultan negativos para la propia afectividad.
Es preciso frenar los arranques inoportunos de la imaginación y del deseo, para así ir educando esas potencias, de manera que sirvan adecuadamente a nuestra capacidad de amar. Entender esto es decisivo para captar el sentido de ese sabio precepto cristiano que dice "no consentirás pensamientos ni deseos impuros".
Quien se esfuerza en esa línea, poco a poco aprenderá a convivir con su propio cuerpo y con el de los demás, y los tratará conforme a la dignidad que poseen. Gozará de los frutos de haber adquirido la libertad de disponer de sí y de poder entregarse a otro. Vivirá con la alegría profunda de quien disfruta de una espontaneidad madura y profunda, en la que el corazón gobierna a los instintos.