Anticonceptivos y vida matrimonial

Fernando Pascual, L.C.

Desde que empezaron a ser vendidos en el mercado (en 1960), los anticonceptivos hormonales ingresaron en la vida de muchos matrimonios que pretendían hacer uso de la sexualidad con la mayor certeza posible de que no iniciaría un embarazo. Existen, ciertamente, otros usos de las píldoras anticonceptivas, por ejemplo para solucionar problemas de salud de la mujer, pero ahora nos fijamos en el uso específicamente anticonceptivo de las mismas.

¿Cuándo entra la píldora en la familia? Podríamos decir que en una de estas tres situaciones: cuando el esposo no quiere que llegue un nuevo hijo; cuando la esposa no quiere iniciar el embarazo; o cuando los dos, de mutuo acuerdo, no lo quieren. Son tres situaciones diferentes que merecen ser tratadas por separado.

En la primera situación, el esposo considera que no “debe” nacer un nuevo hijo (si ya ha nacido antes algún otro) en la familia, o no “debe” nacer el primer hijo si todavía no ha llegado al hogar ni ngún bebé. La esposa, en cambio, sí desea mantenerse abierta a la llegada del hijo, por lo que estamos en un caso de confrontación de deseos en la pareja.

Seguramente el esposo intentará convencer de diversas maneras a la esposa para que use anticonceptivos. También puede forzarla a tener relaciones mientras él usa preservativos, pero el preservativo tiene una baja eficacia anticonceptiva, mientras que las píldoras son más eficaces. La situación de conflicto puede agudizarse hasta llegar a hechos más graves, como insultos o amenazas. La esposa puede sentirse presionada de muchas maneras, y en no pocas ocasiones cede “por el bien de la paz” o para evitar ulteriores problemas en la vida familiar.

Hay ocasiones en las que el deseo del esposo de evitar el hijo es “definitivo”, por lo que trata por distintos medios de imponer a la esposa su completa esterilización, incluso a través de amenazas o engaños, a no ser que él decida esterilizarse a sí mismo de modo unilateral y en contra del parecer de la esposa. Ocurre en algunos países que, a raíz de un embarazo, y de acuerdo con los médicos del hospital, se aprovecha un parto cesáreo para esterilizar a la esposa sin que ella lo sepa, desde la petición hecha por el esposo.

En la segunda situación, la esposa no quier e un primer o un nuevo embarazo, mientras que el esposo tiene una actitud favorable a la llegada del hijo.

En muchos lugares no se ve con malos ojos el que ella, sin ningún acuerdo con el esposo (incluso contra los deseos de éste), utilice píldoras anticonceptivas u otros métodos (por ejemplo, la espiral, que también es interceptiva) para evitar el embarazo. Al esposo sólo le quedaría, según algunos, la opción de someterse a los hechos consumados y de convertirse en cómplice de lo que decida su esposa, a no ser que busque caminos lícitos (hay que excluir siempre cualquier imposición violenta o a través de amenazas malignas) para convencer a su cónyuge para que deje de usar anticonceptivos y así queden abiertas las puertas ante la eventual llegada de un hijo.

Esta segunda situación puede convertirse en una forma sutil de imposición de la mujer sobre el hombre. Es cierto que en el embarazo el mayor “peso” recae sobre la mujer, y que para algunos (con una visión incompleta de la realidad) el asunto del inicio de una nueva vida parecería algo de exclusiva competencia de la esposa. Pero la vida matrimonial no se construye desde la dialéctica del más fuerte que se impone sobre el más débil, sino desde el diálogo y el amor mutuo que permite construir un clima de paz entre los esposos.

La armonía matrimonial queda gravemente herida cuando una de las partes (el esposo, en la primera situación, o la esposa, en la segunda) busca imponer su punto de vista a la otra parte. Cualquier imposición en la pareja crea situaciones de desequilibrio y de violencia psicológica o incluso física que minan profundamente la vida familiar. Si la imposición se refiere a un tema tan importante como es el de tener (o no tener, a través de los anticonceptivos) hijos, se toca no sólo una de las dimensiones más importantes de la relación entre de los esposos, sino que se abren las puertas a consecuencias graves para toda la sociedad y para el mundo entero, pues no es indiferente ni para el tiempo presente ni para la eternidad el que nazca o deje de nacer un nuevo ser humano.

La tercera situación parecería, respecto de la vida de pareja, menos problemática: los esposos, de mutuo acuerdo y en una mayor o menor sintonía de puntos de vista, deciden postergar por un tiempo la llegada de un hijo a través del uso de las píldoras anticonceptivas.

El mutuo acuerdo evita en principio las tensiones que surgen en las otras dos situaciones, pero parte de un presupuesto común a todas ellas: suponer que la llegada del hijo sería inadecuada, casi un “mal”, par a la etapa en la que se encuentra la familia.

Surge entonces la pregunta: ¿de verdad la llegada de un hijo puede convertirse en un mal, en un daño, en un peligro para los esposos?

Para muchas parejas (o para uno de los dos esposos, según las dos primeros situaciones consideradas) la respuesta es afirmativa, pero por motivos diferentes. Para algunos la llegada del hijo sería un mal porque existe una situación de mayor o menor peligro para la salud de la mujer, por ejemplo si acaba de producirse un parto por cesárea y los médicos piden la máxima “certeza” de que no va a iniciar en breve un nuevo embarazo. Para otros, la llegada del hijo supondría un sensible aumento de gastos que la familia no podría afrontar. Para otros, el hijo rompería un delicado equilibrio emocional entre los esposos que consideran la llegada del bebé como un “agravante” en lo que están viviendo en este determinado momento.

Hay quienes ven el inicio de un embarazo como un serio problema laboral: existen empresas que despiden a las mujeres si quedan embarazadas, lo cual supone, para algunas familias, un fuerte problema económico además de una injusticia que no está siendo afrontada con suficiente seriedad en muchos ambientes sociales.

No podemos olvidar que a veces la pareja (o uno de los dos) dicen “no” al hijo desde presiones externas, especialmente por culpa de gobiernos que buscan disminuir la natalidad en sus estados y que incentivan o incluso amenazan a los esposos para que no tengan más hijos que los previstos por las autoridades públicas.

Existen otros “motivos” menos dramáticos que hacen ver la llegada del hijo como algo “dañino”. Por ejemplo, cuando los esposos (o uno de ellos) no quieren que inicie un embarazo porque desean comprarse un coche nuevo o porque planean ir de viaje durante el verano a unas islas exóticas.

Pero no podemos dejar de preguntarnos: ¿de verdad el inicio de un embarazo es un “mal”? ¿Es correcto comparar y posponer al hijo como si fuese algo de escaso valor? ¿Vale menos un bebé que el trabajo, que el coche, que la armonía psicológica de la pareja?

Entre quienes dicen que es el hijo vale menos que otros “valores” u objetos considerados como importantes en la vida familiar, se abre la puerta, como se constata en la realidad de cada día, no sólo al deseo de controlar la fertilidad femenina como un mecanismo sometido al bombardeo de hormonas más o menos complejas, sino al siguiente paso: si fracasan las píldoras (o cualquier otro método anticonceptivo usado por la pareja o por uno de los esposos), existe la posibilidad de recurrir al aborto como “solución” de última instancia.

En otras palabras, la mentalidad anticonceptiva, precisamente por considerar la llegada de un hijo como un “mal” o un “daño” que impide realizar otros proyectos, promueve el aborto, como se constata concretamente en tantos países que, después de haber liberalizado el uso de anticonceptivos, han legalizado el aborto, al que recurren miles de mujeres casadas, muchas de ellas después de haber usado anticonceptivos que no “funcionaron” como deseaban.

Existen otras consecuencias dañinas del uso de los anticonceptivos en la vida esponsal, y que ya habían sido señaladas por el Papa Pablo VI en la encíclica “Humanae vitae” (25 de julio de 1968). En concreto, podemos recordar estas palabras del Papa referidas a una grave amenaza de los métodos anticonceptivos:

“Podría también temerse que el hombre, habituándose al uso de las prácticas anticonceptivas, acabase por perder el respeto a la mujer y, sin preocuparse más de su equilibrio físico y psicológico, llegase a considerarla como simple instrumento de goce egoístico y no como a compañera, respetada y amada”.

En resumen, la píldora anticonceptiva, cuando entra en la vida familiar, provoca tensiones y conflictos entre los esposos si no hay un mutuo acuerdo respecto de la disponibilidad a la llegada de un nuevo hijo, y en no pocas ocasiones también cuando ha habido acuerdo pero han sido heridos valores importantes del matrimonio (por ejemplo, la apertura a la vida que es parte integrante de la relación sexual). Igualmente, la píldora fomenta una visión negativa respecto de cada nuevo embarazo con el riesgo de recurrir (cosa que muchos hacen) al aborto cuando la píldora no ha dado el resultado esperado. Junto a lo anterior, el recurso a la anticoncepción encierra el peligro de ver la sexualidad en clave egoística, y a considerar al otro cónyuge simplemente como un objeto de placer a disposición de los propios deseos.

El mejor dique frente a estos peligros radica en el reconocimiento de la dimensión fecunda y generosa del amor conyugal y en la actitud de disponibilidad cariñosa hacia el inicio de cada nueva vida.

El hijo no es nunca un enemigo de los esposos. Merece, por lo mismo, iniciar su existencia como coronación de una vida sexual llevada sanamente y en un clima de amor auténtico, que permite a los esposos convertirse en colaboradores del mismo Dios que mira con un cariño inmenso cada nueva vida que inicia su aventura terrena.


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