Un discernimiento no siempre fácil






Alfonso Aguiló

Como ha señalado José Luis Illanes, el hombre ha de ser en todo instante un realizador del bien: esa es su dignidad y su misión, y es precisamente en ese servicio al bien donde radica su señorío sobre la historia.

        La tolerancia no puede entenderse como indiferencia ante un mal que en nada nos interpela.

        La conciencia de todo hombre debe verse urgida por la llamada a hacer el bien y, por tanto, a poner los medios a su alcance para promover en cuantos les rodean un actuar digno del hombre, buscando también que los ambientes y estructuras en que se mueve reflejen ese mismo espíritu.

        Ahora bien, esa tarea debe hacerse compatible con el respeto a la libertad de los demás, y ahí es donde entra en juego la tolerancia.

        —¿Y qué criterio crees que hay que emplear para distinguir cuándo una persona debe impedir lo que considera malo y, en el caso de las autoridades, señalar las correspondientes leyes o disposiciones coercitivas?
        Es preciso hacer una valoración moral, atendiendo con rectitud al bien común, que es la única causa legitimadora de la tolerancia.
        Debe juzgarse valorando con la máxima ponderación posible las consecuencias dañosas que surgen de la no tolerancia, comparándolas después con las que serían ahorradas mediante la aceptación la fórmula tolerante.

        Como ejemplo, cabría citar el caso de un juez que decide en una ocasión concreta no castigar determinado delito –y por tanto, tolerarlo–, después de haber comprobado que las pruebas de la culpabilidad se han obtenido de un modo ilícito (por ejemplo, mediante tortura, o a través de una escucha telefónica ilegal). Actuando así, el juez puede dejar impune un mal comprobado, pero evitar que su decisión fomente que en adelante otras muchas personas usen de ese tipo de prácticas ilícitas para obtener pruebas, por considerarlo un mal mayor.
        En unos casos, es algo que se aprecia de modo casi espontáneo con el sentido moral natural de las personas. Otros casos serán más complejos, y ese discernimiento será difícil, o incluso muy difícil.

        La necesidad de limitar el ejercicio de la libertad externa –la interna no es propiamente restringible– solo puede fundamentarse en el bien común, que la autoridad debe custodiar según el orden moral natural, y no según sus propios intereses.
        Porque está claro que un dictador puede decidir como le venga en gana, si se habla de poder en el sentido de posibilidad material de actuar, y dentro de las posibilidades de poder que tenga en su mano.

        Y una autoridad política establecida democráticamente puede gobernar y legislar como quiera -también en el sentido de posibilidad material de actuar-, en virtud de la delegación de poder que han hecho en ella los ciudadanos.
        Pero si hablamos no solo de sus posibilidades físicas de actuar, sino de si sus acciones son justas o no, hay que señalar que la autoridad política tiene una serie de limitaciones en su poder.

        Y no me refiero solo a las limitaciones que provienen del riesgo de perder las siguientes elecciones; o a que los medios de comunicación o la propia opinión pública denuncien sus abusos; o a que los mecanismos defensivos de la democracia puedan poner freno a sus pretensiones.

        Me refiero a limitaciones de tipo ético. Porque está claro que la autoridad política puede actuar en contra de la ley natural y, a la vez, conseguir eludir esos riesgos que acabamos de señalar. Pueden llegar a hacer auténticas barbaridades sin perder elecciones, sin perder el apoyo popular, y sin que los mecanismos democráticos puedan impedirlo. De hecho, así ha sucedido –y por desgracia con bastante frecuencia– a lo largo de nuestra historia (vuelvo a referirme otra vez a Hitler y Stalin, por citar a los más conocidos).
        Cuando una ley o un gobierno se desvinculan de su fundamento, que es la búsqueda del bien común, se convierten en leyes o gobiernos injustos. Quizá por eso decía Platón que la seña de identidad del auténtico político es haber reflexionado profundamente sobre el sentido de la vida y sobre las cuestiones primeras, de las que dependen todas las demás. Porque si una ley contradice la ley natural, ya no es propiamente ley, sino corrupción de la ley.