Una visita al oculista

Alfonso Aquiló
www.interrogantes.net

Imagínate –sugiere Stephen Covey– que padeces un serio problema de visión y decides acudir a la consulta del oculista.

El médico, después de escuchar brevemente tu explicación del problema, saca del bolsillo sus gafas y te las entrega mientras dice con gesto solemne: "Póngase usted estas gafas. Yo las he usado durante diez años y me han ido estupendamente".

Tú pones una cara de asombro mayúsculo, y el oculista, sin pestañear, añade: "No se preocupe, tengo otras en casa, puede usted quedarse con estas".

Con un escepticismo difícil de superar, te pruebas esas gafas y, como era de prever, ves aún peor que antes, y te quejas: "Por favor, ¿cómo me van a servir sus gafas a mí? Veo todo borroso".

"Oiga, haga el favor de poner más empeño", responde con gravedad el oculista. "Ya lo pongo, pero no veo nada", contestas ya al borde de la ira.

El oculista insiste: "Sea usted más paciente y colabore, por favor. Tienen que servirle. A mí me han ido muy bien todos estos años".

Finalmente te vas de allí, escandalizado ante semejante ineptitud, y el oculista –por llamarle de alguna manera– se queda pensando: "Hay que ver, qué hombre más ingrato. No he logrado que me comprenda. Yo sólo pretendía ayudarle y... ¡cómo se ha puesto!".

Lo que este ejemplo pretende resaltar es que muchas veces, cuando damos un consejo a alguien, nos está pasando algo bastante parecido a lo que sucedía a ese oculista. Nos sentimos frustrados porque una determinada persona no nos comprende, o porque rechaza nuestros consejos, y quizá nos quejamos de que no pone interés en escucharnos. Y en realidad el problema no es que a esa persona le falte interés, o le falten entendederas, sino que nosotros estamos equivocando el planteamiento, y esa persona no entiende lo que le decimos porque no hemos logrado antes comprender nosotros cuál es su verdadero problema: le estamos recomendando con vehemencia usar unas gafas que a nosotros nos van bien, pero a él probablemente no. Tenemos que diagnosticar antes qué gafas necesita.

Es preciso primero comprender bien, para luego poder diagnosticar bien, y finalmente aconsejar bien.

Pongamos otro ejemplo (este quizá bastante más real y posible que esa esperpéntica conversación con el oculista):

—Venga, Carlos, hijo mío, ¿por qué estás así?

—Mamá, no puedes entenderlo.

—De verdad que sí, cuéntame.

—Que no, mamá.

—Sí que te entiendo, hijo mío. ¿Qué te pasa?

—No lo sé, mamá.

—Venga, Carlos, ¿por qué estás tan triste?

—Bueno..., en fin, es que el colegio no hay quien lo aguante. Quiero dejar de estudiar.

—Pero..., ¿estás loco? ¿A los quince años ponerte a trabajar? ¿Después de los sacrificios que tu padre y yo hemos hecho tantos años para que puedas ir a un buen colegio? Ni hablar. La educación es la base de tu futuro. Tienes que hacer una carrera. Lo que pasa es que hay que estudiar más, y ya verás cómo termina por gustarte. Venga, hijo mío, que podrías sacar muy buenas notas si no fueras tan perezoso y tan soñador.

—Déjalo, mamá, no lo entiendes...

Se podrían poner otros muchos ejemplos como este, que revelan una considerable falta de comunicación. En este caso, es muy probable que Carlos esté pasando por algunas dificultades en el colegio, dificultades que, al menos para él, son importantes y le hacen sentirse muy triste. Para poder ayudarle, parece importante saber cuáles son esas causas. Pero si cuando el chico abre una puerta de su intimidad, y empieza a contar lo que le inquieta..., si entonces, sin dejarle terminar, descargamos sobre él una retahíla de sesudos consejos y sabias advertencias, antes de hacernos cargo de qué le sucede; entonces, lo más probable es que la confianza sea muy difícil, y que la conversación acabe en un amargo "Déjalo, mamá, no lo entiendes...", o algo parecido.

Hay una cuestión clave en cualquier relación personal: procura primero entenderle tú, y sólo después, procura que te comprenda él.

Si pretendes ayudar en algo a otra persona –sea tu hijo, tu cónyuge, tu padre, tu jefe, tu subordinado, tu colaborador, tu amigo, o quien sea–, lo primero que necesitas es comprenderle. A medida que lo vayas logrando, te será mucho más fácil que comprenda lo que tú querías decir o hacer (e incluso, quizá, después de haberle comprendido mejor, lo que quieres hacer o decir es ya distinto de lo que al principio pensabas).